viernes, 22 de enero de 2010

El Propósito

Las cortinas comienzan a ceder ante el empuje de la primera ventisca y el embriagante aroma de la tierra húmeda con pinceladas de hierba recién cortada magnifican la pulsión. Nubes verdosas de proporciones bíblicas se ciernen sobre la ciudad como una promesa. Mis manos tiemblan por la emoción.

La tempestad alcanzó la ciudad con su espada invisible obligando al más valiente a retroceder. Camino en medio de la oscuridad hasta el límite de la terraza, procurando mantener el equilibrio. Casi sin respirar transpongo la cornisa. Veinte pisos y un pequeño borde de concreto me separan de la muerte.

De la ciudad solo quedan sombras y algunas pobres siluetas. Las descargas eléctricas se intensifican y se acercan, cumpliendo su promesa. Me sostengo con las piernas colgando del vacío y la espalda firme contra la cornisa intentando absorber la energía que crepita en aire. Aún con los ojos puedo ver el cielo iluminarse; veo todo y más allá. En mis entrañas retumba el trueno. Pesadas gotas se dejan caer sobre mi rostro, acariciándolo.

Sentado en la cima domino la ciudad, mientras las ráfagas despiadadas intentan abatirme. Llego a preguntarme por qué lo hago y la respuesta surge como un rayo: porque puedo.

2 comentarios:

Yoni Bigud dijo...

En última instancia, no siempre las acciones de los hombres necesitan un porqué.

Muy bueno.

Un saludo.

Camilo dijo...

Hasta cuándo justificar lo que hacemos?
Lo hago porque si. Porque quiero... o porque puedo, como en este caso.
y no estar tan atado alas reglas.
Gracias por pasar, Yoni.
Saludos