lunes, 8 de abril de 2013

Balcón

Al descubrir los primeros anticipos del verano, decidimos reunimos con un grupo de íntimos a pasar el rato. Unas pizzas caseras y unas cervezas heladas eran lo necesario para festejar el tan esperado cambio de temporada.
El encuentro se fue transformando de a poco en festejo, las cervezas cambiaron de color y de graduación antes de darnos cuenta. Para cuando la música alcanzó el nivel de visita policial había varias caras que desconocía, lo que para una reunión de amigos es bastante extraño.
Algo después de las dos de la mañana, la vecina del anfitrión se mostró bastante afligida por no poder entrar a su departamento. Por lo visto, había dejado las llaves adentro y de pronto le era imperioso regresar. Corroborando la tesis que indica que el alcohol te da agallas pero te quita cerebro, me ofrecí cruzar el insignificante espacio que separaba los balcones de ambos departamentos. Con un grupo de borrachos alentándome, traspasé la barrera y enfrenté al vacío. Medí cuidadosamente el espacio, calculé la distancia y la fuerza que necesitaba emplear para alcanzar sin problemas el otro lado. Inspiré con fuerza y exhalé de la misma manera. Para la tribuna.
El salto fue perfecto, mis manos alcanzaron la baranda si dificultad. El único problema fue que por lo visto, las instrucciones no llegaron correctamente a mis piernas porque en lugar de sentir la seguridad del borde del balcón bajo mi zapato, pude escuchar como la punta raspaba contra el cemento del exterior. Luego fue como sí alguien tirara de mis piernas. Las manos no me respondieron con la velocidad necesaria y para cuando quise abrir la boca ya iba a mitad de camino rumbo a la vereda.
El impacto fue áspero. O al menos así lo recuerdo. El apagón inicial se transformó en una bruma espesa. Inmóvil, dejé correr la mirada sobre el suelo, sin mirar; corriendo una especie de diagnóstico del sistema. El costado izquierdo del cuerpo me dolía. Mucho. No era sorprendente ya que segundos antes había aterrizado sobre el. Intenté mover el cuerpo con cierto éxito. Ante el primer movimiento, una andanada de salvajes carcajadas explotó sobre mi. Al menos, los buenos amigos esperan hasta comprobar que te escapado de la muerte antes de comenzar a llorar de la risa. Los oí alabar mis condiciones de hombre araña, mi capacidad de salto y por sobre todo, mi gracilidad gatuna para caer. Según ellos, caí como un ladrillo de cemento.
Más tarde, descubriría que me había fracturado la clavícula, pero en ese momento solo era dolor y algo de vergüenza. Me levanté con la rapidez del adolescente que se ha caído de la bicicleta frente a un grupo de chicas. Nadie bajó a darme una mano. Seguro estaban ocupados revolcándose de la risa a mis expensas. Caminando con pasos lentos y cortos, encaré la puerta. Toqué el portero y me preparé para recibir las bromas que por supuesto llegaron. Las soporté como un caballero a través del aparato y pasé. Aún entre risas, me ofrecieron distintas clases de anestesias líquidas. No pude evitar el tener que contar una y otra vez la secuencia de hechos bochornosos.
La noche se hizo día sin que nos diéramos cuenta. Aún después de la cantidad de anestésicos bebidos, el dolor persistía. La hinchazón comenzó a verse preocupante, por lo que no tuve más alternativa que ir al hospital.
Sentado en la sala de espera en medio de un dolor palpitante y creciente, me pregunté que habría sido de la vecina. Supuse que de alguna manera debería haber logrado entrar. Apoyado contra la pared, estimé que sería lo correcto prometerme no volver a beber, pero finalmente decidí que bastaría con prometerme no volver a saltar de un balcón.