miércoles, 4 de noviembre de 2015

Sitio



Comenzó como una mañana tensa antes de devenir en un infierno. Habíamos vivido una noche de violencia y salvajismo en la ciudad durante una protesta policial. A mitad de la mañana, algún grupo de genios decidieron que la escalada social era incompatible con el trabajo normal. Es así como después de consultar vaya a saber quién, decidieron liberar al personal de la planta para que vuelvan a su casa. Muchos estaban preocupados, otros expectantes.
El éxodo comenzó casi media hora mas tarde. Los primeros salieron apresurados, tal vez más por las ganas de abandonar el trabajo que por ir a cuidar de los suyos. Un grupo de trabajadores fue enviado a cerrar los portones del fondo, se corrían rumores de algunas industrias siendo saqueadas. Corrí detrás de ellos para confirmar el cierre. Dos de tres portones ya estaban asegurados, pero mientras ponían las cadenas en el tercero la cara de uno de los muchachos se volvió de cera. Trabaron la cadena como pudieron y corrieron en la otra dirección. Pasaron a mi lado y uno de ellos alcanzó a balbucear: “Se metieron… Son un montón.” No lo dudé. Sabía lo que tenía que hacer. Corrí unos pocos pasos hasta una columna señalizada en rojo y bajé la pequeña palanca. La alarma de emergencia se activó con un chillido ensordecedor.
Corrí rumbo al centro de la planta y pude ver que los operadores aceleraban el paso. Fieles al entrenamiento, seguían en orden los caminos previstos. Un dejo de satisfacción me invadió. Al menos algo habían aprendido. Llamé al Gerente de Recursos Humanos y le pasé la novedad. Mi recomendación: desalojar el sitio de inmediato. Traté de mantenerme calmo, pero estoy seguro de no haberlo logrado.
Apuré el paso para comprobar que las oficinas estaban desiertas. Dos rezagados juntando papeles de los escritorios. Tuve que aclararles que no era broma y se rajaran de una vez.
Troté por las escaleras de regreso a la planta. El último grupo salía cual manada compacta rumbo al estacionamiento. Al encarar el pasillo de salida, otro grupo de rezagados salió del baño a la carrera. Confirmé con ellos que eran los últimos y salimos juntos.
A mitad de camino rumbo al estacionamiento, una imagen propia de película y no de otro día en la industria. Dos directivos, que guiándome por el lenguaje corporal, estaban arreando a la gente hacia el estacionamiento pidiéndoles que tomen los autos y salgan de inmediato. Al mismo tiempo alcancé a ver que un grupo de unos treinta o cuarenta empleados desviarse de su camino de salida y tomar rumbo a sector trasero de la planta, a donde calculé se había producido el ingreso de los saqueadores. A la carrera, se agachaban recogiendo piedras, palos y hasta algún caño de más de un metro. Corrí endiablado hacia ellos, buscando frenarlos antes que alguien termine herido. A metros del grupo, alcance a escuchar a uno de los supervisores de producción gritando “Son nuevo o diez pendejos… ¡¡¡Vamos a darle maza!!!” Y así fue. Uno de los cacos que se estaban intentando meter por los portones cerrados se comió un piedrazo en la espalda. A otro, un palo le pasó a centímetros de la cabeza. Al parecer su batería de heroísmo tenía poca carga porque de inmediato corrieron como niñas rumbo al agujero que habían hecho en el alambrado perimetral.
Los gritos de victoria se hicieron sentir como si de los All Blacks se tratara. Me sonó a una estupidez digna de terminar en tragedia. Más desorientado aún me sentí cuando en la retaguardia, (claro) del pelotón alcancé a ver al Director General con un palo en la mano. Lejos de la acción, pero cual agitador callejero. Alguien gritó: “No les vamos a regalar la planta… Nos quedemos!”. Otra señal de alarma se activó en mi cabeza.
Durante unos segundos no supe bien que hacer, me quedé enredado entre correr a buscar un palo, o cumplir con mi función y desalojar el establecimiento. Aún dubitativo me acerqué al grupo de avanzada y traté de convencerlos en que no debíamos exponernos. La adrenalina les impidió siquiera considerarlo. En el otro extremo del predio, los autos salían en aparente sincronización. A mitad de camino, un grupo bastante numeroso de unos cuarenta o cincuenta personas dudaba entre correr a los autos o esperar y ver como seguía la historia.
Los gritos y las corridas comenzaron a sucederse. Unos que intentaban poner algo de cordura, otros que querían salir a matar a quien se acercara al alambrado. No se cuento pasó entre las primeras corridas y las piedras voladoras, pero el primer cascotazo cayó en medio del grupo que había repelido el ingreso. En una explosiva corrida, el grupo se puso a una distancia razonable para evitar ser alcanzados.
Pasaron unos pocos minutos y lo que ya parecía surrealista se convirtió en terrorífico. Como por arte de magia, los cinco muchachitos se multiplicaron en un malón de incontables malandras que parecían nacer de todos los pastizales que rodeaban a la cerca. La situación se tornó en peligrosa. El perímetro se fue poblando de personajes más parecidos a los piratas de Mompracem que a vecinos preocupados por las situación social. Algó pasó, y lo que parecía una curiosidad se convirtió en algo peligroso. Un facción del grupo de agresores se comenzó a mover, rodeando la planta, rumbo al ingreso y al estacionamiento. Juraría que eran al menos unos cuarenta. Palos en las manos, las caras parcialmente cubiertas más sus clásicas gorritas. Miré las puertas a lo lejos y como era de esperar, los portones estaban completamente abiertos para permitir la salida masiva de autos. Vi a uno de los directivos correr al puesto de Guardia. De inmediato uno de los guardias salió corriendo con una cadena mientras los portones se iban cerrado impidiendo la salida de aquellos aún permanecían en la planta. El vigilante pasó la cadena y ajustó el candado, como para darle una protección adicional a las instalaciones. De esa manera, nos encontramos oficialmente sitiados.
Alguien se le ocurrió que en represalia por no poder ingresar, los malvivientes nos destrozarían los autos arrojándoles piedras por sobre el alambrado. El comentario corrió como un virus y de inmediato los que aún quedábamos corrimos a poner nuestros autos a resguardo. En una operación que pereció ensayada, unos treinta autos fueron trasladados desde el estacionamiento hasta los límites del edificio, poniéndolos en círculo cual barricada, lo que por un instante me transportó a las películas de cowboys y sus pintorescas carretas.
Una cascote de cemento me sacó del ensueño, golpeando un metro más adelante y dejando una lluvia de pequeños fragmentos. Los gritos eran interminables, las corridas también. El alambrado pareció poblarse. Como en una película de zombies, los delincuentes aparecían de la nada, de entre la maleza. No quise calcular el número y mucho menos las consecuencias de un potencial ingreso masivo. Otro grito, esta vez bien definido. Un grupo de defensores se corrió hacia el fondo del predio, sin organización alguna y con armas improvisadas a la carrera. Otro intento de ingreso por un corte en el tejido, un tipo ya asomaba la mita del cuerpo a través del alambrado. La sorpresa me la dio una sombra que pasó a mi lado a máxima velocidad rumbo al lugar del ingreso. Un directivo francés, de impecable camisa rosada y corbata, perfectos pantalones de vestir y zapatos puntiagudos de diseñador, con un caño de 3/4 de pulgada de más de un metro en la derecha y una piedra en la izquierda. Se acercó a poca distancia de lugar por donde ya había como cuatro o cinco muchachos con caras tapados. El francés cambió de mano la piedra y lanzó un gancho perfecto alcanzando a uno de los delincuentes en el hombro y revolcándolo por el piso. En respuesta, los atacantes lanzaron una andanada de piedras y palos. Pude ver la trayectoria exacta de una de las piedras, pasando apenas a un par de centímetros de la perfectamente rasurada cabeza del francés. Intenté imaginarme como sería explicar a la casa matriz entre reportes y teleconferencias, como uno de sus compatriotas había terminado con el cráneo fracturado por una piedra. Un frío pegajoso me corrió me corrió por la espalda.
En un destello de loca genialidad, se me ocurrió usar el equipamiento anti-incendios como medio de defensa. Funcionó. En cuando la manguera de 2 pulgadas comenzó a escupir parte del millón de litros que almacenamos en el tanque, el resto de los saqueadores pareció encontrar una buena excusas para mantenerse afuera del perímetro. Algunas piedras y un desequilibrio numérico permitió a ahuyentar a los pocos que habían logrado entrar.
Minutos después volví a ver al francés. Sus ojos mostraban aún cierta exaltación, se lo veía nervioso. No paraba de caminar de un lado a otro. Su camisa mostraba aureolas de transpiración y parecía disfrutar en cierta forma de la situación. No era mi caso.
Los minutos fueron acumulándose hasta sumar horas. Varios intentos de ingreso fueron controlados y cada uno de las llamados que hicimos a las fuerzas de seguridad resultaron en un enorme fracaso. Nadie vino. Seguimos las noticias en nuestros teléfonos y con las radios de los autos, como aquellos domingos de la infancia donde nos sentábamos a escuchar los partidos de fútbol, imaginando el campo y las gambetas.
Durante la tarde, un grupo de policías salió festejando de su acuartelamiento porque finalmente, habían conseguido poner de rodillas a al gobernador y así sumar unos pesos extras. En minutos, la ciudad se fue poblando de patrulleros como si cayeran del cielo. Tardó un buen rato, pero finalmente llegaron a nuestra zona y como por arte de magia, los buenos vecinos que nos habían sitiado desaparecieron en un instante.
Algún figurín corporativo trató de convertir el triste evento en un triunfo motivacional, recalcando lo importante de la unidad entre pares en defensa de la fuente de trabajo, sin entender que es natural convertirnos en hermanos de sangre ante verdaderas amenazas. Lo que no tuvo en cuenta es que ni bien la humareda de los saqueos se disipó, volvimos a buscarnos las yugulares en enfrentamientos estériles.

sábado, 4 de julio de 2015

El Ladrón de Almohadas


Superar la seguridad del barrio me toma cerca de diez minutos, la de la casa no más de cinco. La ausencia de perros hace el trabajo más fácil y relajado. Una vez adentro, un gato sale a mi encuentro con desgano, pero en pocos segundos pierde el interés y desaparece detrás de un sillón.
La casa está en penumbras y así seguirá. Las gafas de visión nocturna me permiten avanzar sin llamar la atención de los guardias o vecinos curiosos. Camino con cuidado hasta las habitaciones. Tal como lo espero hay tres. El primer dormitorio me muestra el contenido clásico de un niño de nueve o diez años. Juguetes regados por el piso y una computadora sobre un diminuto escritorio. Quitándome la mochila me siento sobre la cama, con cuidado. Me toma apenas unos segundos, en una maniobra muchas veces practicada, desplegar la bolsa transparente. Sin quitarme los guantes de látex reforzados, tomo la almohada de la cama revuelta y la coloco en la bolsa. Con el dispositivo que traigo colgando al costado de la mochila, contraigo y sello al vacío la bolsa con un imperceptible silbido. El marcador indeleble me ayuda a clasificar el trofeo. “NO - 7.10 - BP”. Listo la primera.
Cambio de habitación. Esta familia es de manual, por lo que me encuentro con un super-ordenado cuarto de niña. Por las muñecas y juguetes le calculo unos seis o siete años. Quito el iPad de la niña de la cama y lo dejo sobre la mesita de luz. Repito el procedimiento. “NA - 5.7 - BP”. Listo la segunda.
Próxima parada, la habitación de los padres. El espacio es mucho mas grande, una cama king y un sofá de dos cuerpos. Imagino que en los cajones encontraría valiosos tesoros. Sonrío al pensarlo, pero me concentro solo en los tesoros que me interesan. Empaco las dos almohadas de la pareja. “AdC - 30.40 - BP” y para finalizar etiqueto: “DO - 40.50 - BP”.
Con cuatro piezas comprimidas en la espalda me convierto en sombra para desaparecer del barrio. A unas cuadras aprovecho al girar la esquina para invertir la campera y cambiar de color la vestimenta. El auto, anónimo e indistinguible me espera a pocas cuadras.
Contengo las ganas de acelerar. El cosquilleo en la boca del estómago se agudiza conforme se acorta la distancia. Llego a casa y dejo el auto escondido en lo profundo de la cochera. Ya en el interior enciendo algunas luces. El galpón al que por convencimiento llamo “loft" se ilumina apenas. Al fondo, la interminable estantería está a medio llenar. Quince metros de largo por 3 de alto y contenedores perfectamente rotulados y organizados. Me acerco al costado inferior izquierdo. Busco los rótulos, las referencias. Las encuentro de inmediato. No solo porque son perfectas, sino porque además conozco de memoria las ubicaciones.
Retiro primero el contenedor “NO - 7.10 - BP” o lo que es lo mismo: “Niño - 7 a 10 años - Barrio Privado”. Dejo ahí la almohada rotulada con ese código y avanzo dos pasos largos. Encuentro el “NA - 5.7 - BP”, es decir  “Niña - 5 a 7 - Barrio Privado”. Todos son los primeros en su tipo para mi colección. Casi al final de la estantería dejo las almohadas correspondientes a: “Ama de Casa - 30 a 40 - Barrio Privado” y finalmente “Directivo - 40 a 50 - Barrio Privado”
La piel se me eriza de la emoción. Los anaqueles se están completando poco a poco. Pronto tendré todas las opciones disponibles. Será tiempo entonces de asegurar varias muestras de cada categoría. Mi corazón se acelera, cuesta frenar el exceso de adrenalina. Dudo si comer algo antes, pero la ansiedad es más fuerte que cualquier otra urgencia fisiológica. Apago las luces y corro hasta el rincón donde me espera la cama hecha a medida, enorme, como un altar al sueño. Dejo la ropa tirada por el camino, de todos modos no hay nadie que pueda recriminarme.
Casi a punto de acostarme descubro que olvidé lo más importante. Por mucho apurarme, olvido la razón de mi apuro. Medio desnudo vuelvo hasta la enorme estantería y enciendo las luces. Camino de punta a punta los quince metros de hierros y cajas en busca de la perfecta elección. Aparece al final, bajo el rubro "Varios". Recordé algunos de los tesoros que encerraba. Retiro la caja y la abro ansioso. En su interior cuatro almohadas perfectamente organizadas con las etiquetas hacia arriba. Una llama mi atención como un faro. En la etiqueta se lee "InfO - 30.40 - CT". Controlo la cobertura y el sello. Intacto. 
A oscuras en la cama, rompo el plástico que protege a la almohada. Un vaho a pelo grasiento y un perfume desconocido se apoderan del lugar. Respiro hondo y me abrazo a la almohada. Inicio el proceso de relajación, obligándome a llevar la mente hasta el blanco absoluto. Poco a poco las figuras coloreadas y el ruido se van desvaneciendo. En pocos minutos, nada. La mas absoluta nada. En lo que se siente como unos pocos instantes, imágenes que no me pertenecen me invaden. Extrañas sensaciones, irreales pero profundas dominan mi ser. El momento de la conexión se inicia y estoy a punto de apoderarme de los sueños de un experto informático. 

domingo, 22 de marzo de 2015

El Hombre Gelatina


Los albores de un gran día se perfilaban con claridad. El tipo que pronto sería mi jefe acababa de hacerme una oferta. Las dudas, si las había, se terminaron en cuanto lo expresó en simples números. No pude negarme. Mientras me acompañaba hacia la entrada, recibió un llamado y se detuvo pensativo. Con tres dedos me indico que me detenga. Lo hice. Su rostro cambió. “Acompañame” me dijo apurando el paso.
El llamado era de la compañía de celulares. El teléfono que acababan de robarle estaba en el predio. Posiblemente en el portón de acceso. Caminé al lado de mi casi-jefe, un paso detrás a la derecha en señal de apoyo. El tomó el teléfono y marcó en un movimiento rápido. Un instante después nos paramos junto al guardia del ingreso. Luego de una espera que pareció eterna, el teléfono comenzó a sonar en el interior de la oficina de vigilancia. Una chillona melodía salida de las peores influencias de la cumbia inundó el lugar.
Aproveché mi tamaño y avancé un paso más como para cubrirle todo la visual al guardia y el Gerente entonces le disparó una estocada. “Dame el teléfono. Ahora.”
Si pestañear, el pobre tipo comenzó a mutar de color de trigueño hacia el blanco. No de golpe, sino en rítmicas pulsaciones. Metió la mano en el bolsillo y sacó un smartphone tan nuevo que aún conservaba los plásticos protectores. Lo tendió a modo de ofrenda. En cuanto el jefe le sacó el aparato, se quedó con la mirada perdida. El blanco se tornó de golpe en ceniza y los ojos se le fueron hacia atrás cual zombie. De inmediato y como en cámara lenta, el cuerpo se le comenzó a aflojar, como si su interior se licuara. Su cabeza se inclinó a la izquierda y el resto la siguió hasta que el craneo impactó con el filo del escritorio. El ruido sordo pronosticó que algo se había roto. Supuse que el escritorio.
Ya en el piso el vigilante temblaba. Si estaba actuando, era un gran candidato al Oscar. Con dos pasos y un rápido movimiento le apliqué una maniobra fruto de años de entrenamiento en seguridad.
Minutos después el tipo estaba recuperado y con el Escribano junto a él. Si de sumas y restas se trata nuestra vida laboral, diría que mi primer intervención con el "Hombre Gelatina", me valdría los puntos que con seguridad restaría mas adelante.