martes, 5 de noviembre de 2019

Calor


Todo tiene un principio y el nuestro fue simple. Casual, pero a la vez relajado. Notorio, aunque a cada minuto, un paso más cerca del final. 
Cruzamos miradas en una de las tantas fiestas a las que fui obligado. La primera vez me dio vergüenza tan solo por mirarla. En otra cruzamos unas pocas palabras en la barra y ya en el tercer evento compartimos una extensa charla y algunos tragos. Podrían haber sido decenas de encuentros de no ser por su escasa paciencia con los tipos lentos como yo. Me desafió a besarla mientras compartíamos un Gin Tonic y lo hice.
Las fiestas continuaron, algunas con ella como protagonista. El estómago ardía, producto de algo que estoy seguro eran celos. Todos la admiraban, la deseaban y muchos lo intentaban, incluso frente a mí.
El calor aumentaba con cada salida. Me sentía culpable sólo por caminar a su lado. Imaginaba sus comentarios por lo bajo. Lo incompatible de nuestros estilos y las razones de tan improbable pareja.
Sabía que no iba a soportar mucho tiempo esa sensación y aunque lento, la solución fue simple. Reforzar el estómago y disfrutar del camino, que a finde cuentas es lo único que tenemos.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Barba

Las luces del atardecer y la distancia restante, indican que el desvío no fue una gran idea. El estado de la ruta 24 es vergonzoso. Por suerte no falta mucho para el cruce con la Provincial N1. 
La vista se me nubla por momentos y la tensión en los brazos indica que llevo demasiado tiempo manejando. Abro la ventanilla. Intento que el aire del atardecer renueve algo de fuerzas. El aroma a tierra húmeda y alfalfa me ayuda. 
Contemplando la inmensidad me distraigo lo suficiente como para no ver el pozo más grande que una ruta puede contener. El sonido es metálico y plástico a la vez. Los dientes me duelen. No necesito ser ingeniero para saber que algo va mal. El volante se sacude con vida propia. Obligado, dejo al auto deslizarse hasta perder velocidad y me detengo al costado de la ruta. 
Ambas ruedas de la derecha están destrozadas. Cubierta y llanta. La señal de celular es inexistente. 
Ningún auto a la vista. Ninguna máquina agrícola a quien pedir ayuda. Anticipo una larga y solitaria noche. Los últimos rasguños anaranjados en el cielo se van extinguiendo. El silencio es total... con excepción de un ligero traqueteo. Espero. Un caballo se acerca al trote suave.
Detrás del caballo se desliza un carro de dos ruedas. Le hago señas y se detiene. Sombrero negro, barba tupida y blanca, camisa de blanco impecable acompañada de un pantalón negro. No llego a ver sus pies pero apuesto mi ropa a que serán unos clásicos zapatos negros.  No recuerdo el nombre de estos personajes, pero los he visto en televisión. Su educación es impecable. Me ofrece ayuda. Le pido si tiene un celular. No tiene. Le pregunto si sabe de teléfono cerca o si tiene en su casa. No sabe y no tiene. Me indica que hay en el pueblo a más de 80 kilómetros, pero a esta hora él solo va a su casa. Visiblemente preocupado, el buen samaritano me ofrece su casa para pasar la noche y al amanecer llevarme al pueblo. Su preocupación es tan genuina que acepto. 
Cierro el auto con llave y subo al carro. Un suave movimiento de las riendas junto al ligero chasquido es suficiente para reiniciar la marcha. A menos de quinientos metros de lenta marcha, giramos a la derecha y nos adentramos en el campo. El olor a alfalfa domina el espacio. La luz se ha retirado. El camino atraviesa una barrera de magníficos sauces. Tras ellos, un puñado de casas se distribuyen de manera uniforme. Casas y galpones de madera. La iluminación es débil. Parecen ser lámparas de Kerozene. En medio del espacio, una fogata se sacude en miles de chispas que se elevan. Algunas mujeres de parcos vestidos se mueven junto al fuego. 
Mi salvador tira de las riendas hasta detener el carruaje a pocos metros del fuego. Cuanto mucho ha dicho tres monosílabos durante el viaje y
 me invita a bajar en un discurso de tres palabras. Un grupo de hombres se acercan. Hablan ente ellos en un idioma que juraría era el mismo, pero no puedo comprender. Los integrantes del grupo me saludan con una inclinación de cabeza. Algunas oleadas de humo me hacen lagrimear. No logro contener el acceso de tos. Una de las mujeres disimula la risa al mirarme, luego vuelve el rostro, con un dejo de timidez.
El mismo hombre que me trajo, me invita a caminar hacia un galpón cerca del centro del pequeño poblado. Otros hombres nos siguen a pocos pasos. Aunque lo que me rodea no parece amenazante, siento un extraño vacío cerca de la ingle.
Camino, pero miro detenidamente el lugar en busca de algunas opciones de escape. Veo varias alternativas, aunque pocas chance tengo tan lejos de algún pueblo.
Más hombres barbudos me rodean. Los observo. Creo que el largo de la barba se relaciona con la edad, o lo que es más simple, jamás se afeitan.
Los barbudos se alborotan al tiempo que uno de ellos sube a un improvisado escenario. Le hace señas a otro barbudo, quién también sube y a su vez le hace señas a otro quien les pasa un par de gastadas guitarras acústicas. Cada vez entiendo menos.
Solo un par de acordes son necesarios para sacar a flote los recuerdos desde el fondo del barro. Blues & Hard Rock. Comienzan unas palabras, un balbuceo en inglés. Un nombre en Francés. Un científico. Joule... No! La Place... No! El tema avanza. La Grange! 
Solo tengo que unir un par de simples elementos. Uno de los Riff mas reconocibles de la historia, sumado a unas de las barbas más destacadas de la historia del Rock. El resultado: ZZTop en vivo, frente a mis ojos. Dusty Hill y Billy Gibbons,
No estoy seguro si tranquilizarme o preocuparme aún más. Imposible comprender que demonios están haciendo dos de los rockeros más duros de la la vieja escuela a medio mundo de distancia, a kilómetros de algo remotamente civilizado y en compañía de un grupo tan peculiar. 
Los barbudos se van juntando alrededor de las tablas. Las mujeres con largas polleras se acercan, pero no tanto.
Las bebidas comienzan a llegar, imagino que finalmente comenzaré a presenciar el costado oscuro de los habitantes del pueblo. Limonada. Apenas me remojo los labios por miedo a que me hayan deslizado algún químico, pero saboreo una deliciosa, fresca y simple limonada. Me quema la garganta, pero resisto la tentación.
El buen samaritano se acerca. Intenta explicarme algo por encima del murmullo y la música. Supongo que me invita a comer y beber. Hay mesas servidas con comida y más jarras de limonada.
La música se reinicia y camino por el lugar, atento a la oportunidad. Algunas personas me miran con curiosidad. El corazón me palpita desbocado. 
Me deslizo sin llamar la atención. La brisa nocturna me recibe. Escucho las palmas acompañar el ritmo cada vez más intenso. Nadie a la vista. Busco la entrada del pueblo y aprieto el paso. Camino a buena velocidad, pero sin correr. La música se va perdiendo mientras me envuelve la oscuridad. 

miércoles, 21 de marzo de 2018

Filosofar


La noche se estira como si de varias se tratara. Extrañas escenas entremezcladas en flashes interminables. Un film antiguo, desenfocado y con extraños empalmes sin sentido. De alguna manera logro llegar a casa. Avanzo por los pasillos oscuros, descalzo y a tientas. El hambre aún no aparece, pero la sed parece propia de un viejo hipopótamo herido. Revuelvo la heladera y solo encuentro un trago de lo que parece ser agua. Cierro la heladera y otra vez en la penumbra. Camino. Avanzo en busca de dónde dejarme caer. Estimo faltan pocos metros. La distancia se acorta y las fuerzas parecen flaquear.
Cruzo la puerta y con los últimos trazos de conciencia me dejo caer. El teléfono comienza a sonar. Ni siquiera sonrío ante la ironía. Solo lo ignoro. El teléfono sigue sonando. Imposible estimar cuantas veces.
En algún punto y a través de la niebla, me preocupo. Algo pasó, me dice algún resabio de humanidad. Voy en busca del teléfono a chocando muebles. “Me llevas al bar?” me dice la voz al otro lado del teléfono. Enciendo la luz de un manotazo e intento enfocar el reloj. 3:55am. Me cuesta responder. Me cuesta entender. La respuesta me alcanza como un rayo. “Charly?” respondo.
Para él tiempo y el espacio se confunden. Quiere ir al centro, a donde nada cierra, donde siempre es el momento justo para existir. No puedo decirle que no. No a él al menos. 
De alguna manera llego a buscarlo y de alguna milagrosa manera llegamos a ese tugurio desgastado. Llegamos, él solo pide un whisky, dos hielos y agua. Pido lo mismo. Intento abrir el diálogo, pero las palabras se confunden en mi garganta. El me mira, extrañado, como quién ve a un perro equilibrista. Me pregunta como terminé allí y en ese estado. Intento contestar: “Quise quedarme, pero me fui.” le respondo. Cambia el enfoque en la mirada y baja la vista a la servilleta. Garabatea algo y sale del lugar sin decir palabra.

Nota: Inspirado por una anécdota de un tal MP.

domingo, 27 de agosto de 2017

Profesionalismo



Me desespera el trabajo que hago. Simplemente es una mierda. Una sucesión de momentos incómodos y surrealistas, seguidos por la frustrante desesperación de comprobar que acabo de ganar lo suficiente como para sobrevivir otro par de horas.
¿Cómo no caer en la desesperación? ¿Cómo evitar ceder al impulso de mandar todo al demonio y buscar otra salida? Una fácil para variar. Una salida que no implique frustraciones del tamaño de monumentos o que al menos entregue recompensas acordes al sufrimiento.
¿Cómo sostener las interminables e insignificantes charlas forzadas? ¿Quién dice que debo mantener una conversación? ¿Dónde está escrito? ¿Quién dice que debo dejarme tratar como si fuera un sirviente o alguien de menor categoría? ¿Quién es suficientemente bueno como para definir y llenar esas categorías?
Para completarla… ¿Cómo carajos iba a darme cuenta? Cuando sos remisero en una ciudad llena de insípidos gringos y te dicen: “Andá cagando al Hotel Palace y buscá al Negro que viene a poner una fábrica. Llevalo a la Municipalidad. ¡Apurate!”. 
Vos vas al hotel a fondo y cargas al morocho en el auto. Sin importar lo desconcertado que parezca o cuánto proteste en el camino; vos lo llevas! Lástima que me traje a un trompetista. 

domingo, 13 de agosto de 2017

Cena


La noche apenas iniciada se muestra tranquila. El paseo nocturno tiene más que ver con ahuyentar mis propios demonios que con pasear al perro. Nunca deja de ser una buena excusa. El barrio se ve calmo. Las luces tibias de las farolas de hierro apenas pintan sombras sobre las casas.
Mientras camino con lentitud, la brisa fresca empuja un agradable aroma a primavera. El silencio es casi total. Solo se escucha el suave siseo de las hojas. Ayudo a mantener el silencio y camino. Ni siquiera el perro emite sonido alguno.
Desde la calle, se observa el ir y venir de los urbanos rituales en el interior de las casas. Hora de la cena. Hora de unos pocos minutos compartidos en familia. Fijo la atención en una de las casas. Frente a la nuestra, apenas en diagonal. Las luces del jardín frontal están apagadas. En el interior, solo hay luz en la habitación principal del piso superior. Un cosquilleo de alarma me recorre la espalda. Los Estévez son mas regulares que el subte londinense.
Avanzo a pasos largos, tirando la correa del perro. Lo dejo atado a la canilla de agua. Junto a la ventana no distingo nada en el interior. Solo una luz tenue baja desde el piso superior. Las dudas me asaltan. 
Conociendo bien la casa, la rodeo en pocos pasos. La puerta del patio esta sin traba, como siempre. Llamo sin respuestas desde el vano de la puerta. Avanzo un paso dentro de la cocina y antes de alcanzar el interruptor, resbalo con torpeza. El aire se me escapa de los pulmones en un golpe seco. Me cuesta ponerme de pie, algo aceitoso me lo impide. Consigo encender la luz y me encuentro cubierto de sangre. El pánico me invade. Intento imaginar como explicaré a la policía. La sangre no es el problema, soy inocente. Lo complicado serán los resultados de la autopsia de ella.

viernes, 4 de agosto de 2017

Autopista


Nada mejor la ruta después de un largo día de trabajo, pensé al salir. Aunque no lo necesitaba, ajusté el GPS rumbo a casa. Empujé el acelerador hasta alcanzar un valor sensiblemente superior a la legal y sonreí. Todo un día tratando de convencer a futuros clientes puede ser extenuante. Completé el menú de desintoxicación con algo de Rock Progresivo, con el volumen dos puntos por encima de lo recomendable.
Recorrí casi cien kilómetros sin tocar el freno, adelantando auto tras auto mientras veía como las preocupaciones se evaporaban. Tras una curva cerrada, tuve que pisar el freno hasta el fondo y aún así por poco no termino subido a una camioneta luego de esquivar una hilera repleta de conos anaranjados que me empujaron hacia carril izquierdo de la autopista. 
La fila se veía interminable, un ciempiés de acero y caucho que se extendía más allá de la próxima curva, fuera de mi vista.
Sin muchas opciones, frené cerca de la camioneta que tenía al frente y esperé. Bajé la temperatura del climatizador. En la quietud de la nada, el sol parecía golpear con más fuerza. Subí un punto más el volumen de la música, intentando poner en práctica mi nueva filosofía basada en la paciencia y la aceptación de la vida; aunque debo reconocer que no estaba funcionando.
Los minutos se fueron apilando a un ritmo tan lento que tuve ganas de tirarme del auto por la ventanilla y echarme a correr. La fila se desplazaba por momentos para luego paralizarse por completo. Como era de esperar, la fila en la que me encontraba parecía ser mas lenta que la otra.
Hablé por teléfono. Consulté cientos de veces el celular en busca de mensajes que no llegaron. Miré el clima. También escuche decenas de canciones más de las planificadas para el viaje. Ya podía ver el origen de la demora. Un simple control policial. Dos policías con ganas de joderle la vida a la gente. Un sinsentido, una triste excusa más orientada a recaudar dinero por multas que a cuidar de los conductores. 
Alcancé a ver a uno de los oficiales haciendo señas hacia la patrulla. Luego  de unos segundos de suspenso, se abrió la puerta del acompañante y con cierta dificultad descendió un tercer policía que yo estimo, por la amplitud de su vientre y caderas, que se trataba del jefe de la patrulla. Por supuesto, el auto al que se aproximó el caricaturesco oficial era el primero de la fila donde yo estaba. 
Estirando el cuello alcancé a contar nueve autos adelante mío. No faltaba mucho, pero lo presencia del jefe me hizo prever lo peor. Fueron luego por el tercero mientras los primeros seguían inmóviles. La pista derecha ya había sido completamente liberada por el tercer policía.
Unos interminables minutos más tarde, el cuarto auto de la fila comenzó a maniobrar para cruzar a la pista derecha a través de la línea de conos naranjas. Cruzó y se perdió tras una curva. Lo siguió el quinto.
Ya aliviado, puse en marcha el auto con suavidad y cuidado para seguir a la fila de autos que comenzaba a cruzar de pista. Cuando me tocó el turno, miré con cuidado para asegurarme que podía cruzar y cambié a la pista derecha. Antes de comenzar acelerar para salir del bloqueo, uno de los policías me hizo señas para que me detuviera al costado de la ruta. Nada bueno podía salir de eso.
Al estacionar, noté que cuatro de los autos que iban delante mío habían sido detenidos y descansaban metros más adelante. Otra mala señal. El oficial se caminó a paso cansino en la dirección en la que me encontraba. Lo esperé con el vidrio bajo; mi mejor sonrisa y mi cara de no-entiendo-por-que-me-detuvo-oficial. No funcionó. Con una paciencia pocas veces vista, me informó que acababa de cometer una infracción MUY grave. Artículo Sesenta y ocho, me dijo. Una cantidad extraordinaria de dinero y todos los puntos que me quedaban en la licencia. 
Mas tarde, ya entrada la noche, comprobé que realmente había violado una normativa que ni siquiera conocía. Los puntos de la licencia se habían esfumado y me esperaban largas caminatas. Al menos, pude volver a leer en medio de la lentitud del colectivo. Desde entonces, llevo leído las obras completas de Emilio Salgari, Sir Arthur Conan Doyle y Edgar Allan Poe.

sábado, 29 de julio de 2017

Ilimitado


Una débil puñalada de luz se cuela entre las persianas, dándome una ligera idea de la hora. Estoy seguro que es tarde. El ángulo no es el apropiado y la falta de sueño confirma la hipótesis. Debería preocuparme, pero no ocurre tal cosa. El abrazo de las sábanas es más fuerte y me dejo retener.
El largo descanso me ha llenado de energía. Antes de despegarme de la cama, analizo mis opciones y un mundo extraordinario de oportunidades se abre ante mis ojos apenas entornados. Sonrío, aspirando largo y suave. Retengo la respiración. Las posibilidades son ilimitadas, los sueños tan alcanzables que las mariposas revolotean en mi estómago. Casi puedo sentirlo. El pulso se acelera. El optimismo me fluye por las venas sin control, ante la innegable concreción de los planes. La escalera se encuentra al frente, solo debo recorrerla para alcanzar el éxito que se  mantuvo esquivo. Ideas que se cristalizan en un futuro promisorio.
Cuando finalmente pongo un pie fuera de la cama los sueños se desmoronan, las opciones desaparecen y solo tengo esa única, gris e irremediable alternativa.  Al salir, hasta esa mediocridad se desvanece y ni siquiera queda una razón para volver a entrar. Exhalo, inmóvil.

jueves, 20 de julio de 2017

Conexión


Destapo la botella de whisky sintiendo el peso de una piedra oprimiéndome el pecho. Me dejo envolver por los vapores añejos sin extrañar el hielo, cavilando sobre las preocupaciones que pesan sobre aquel que está a la distancia. Aquel a quién que no necesito ver para descifrar, para acompañarlo en su divagar.
El sillón se me hace frío, incómodo. No me permite encontrar una posición agradable. El calor de la bebida me recorre el cuerpo, pero aun no llegan las respuestas a los problemas que me son esquivos. Problemas que no padezco, pero sufro como propios.
Analizo sus opciones con una visión distinta, pero no alcanzo a ver aquellas que compartimos en silencio. Nos perdemos buscando en los extremos, olvidando la delicada belleza de los grises. Encontrar el equilibrio en aquellas facetas que se repelen sin descanso.
Siento la copa casi vacía, los sentidos se adormecen, pero la tristeza se aferra a mis entrañas. Extiendo la mano en busca del interruptor y antes de quedar en penumbras siento una ligera descarga. No necesito llamar, para saber que la esperada noticia ha llegado. La conexión es más fuerte. Me recuesto. Apuro el último trago y cierro los ojos con una sonrisa.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Perros


El lugar de moda se me hizo demasiado artificial. Muñecos digitales ultra-perfumados, en un desganado esfuerzo por encontrar esa dosis de efímera compañía. Entré y me dejé llevar. El ambiente parecía propicio para ausentarme temporalmente de la realidad y tal vez profundizar la oscuridad de mis penurias. Dejar que la noche sea quien escriba el final de la historia. Todo sería culpa del destino. 
Me instalé en la barra cual “Dueño de Club” de los ochenta. Pedí una botella de una champaña más que respetable y cuatro copas. Llené la primera y me senté a disfrutar de la vista. En pocos minutos sólo una copa estaba vacía. Mis nuevas compañeras además de buena charla, tenían larga experiencia en relaciones fugaces. No se trataba de seguidoras ni buscadoras, se trataba de dos mujeres acostumbradas a dominar.
Las horas se acumularon junto a las botellas vacías. Los ánimos se oscurecieron y la temperatura subió hasta incomodar. Ambas se mostraron dispuestas. Me dejé llevar, como tenía previsto, y la temperatura trepó aun mas.
A pedido de ellas, nos fuimos juntos, no importa donde. Para la mañana siguiente, confirmé mi teoría sobre los hombres. No somos más que perros. Corremos y corremos tras las ruedas durante toda la vida, pero no sabemos que hacer con ellas cuando las alcanzamos.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Correo


Con la excitación propia del comprador compulsivo, llegué hasta la oficia de Correos en busca de mi más reciente encargo. Una compra tardía que me ayudaría a ganar la admiración de mi hija. La caja más grande de Rasti’s jamás imaginada. La mayor colección de ladrillitos disponibles. El sueño que todos alguna vez tuvimos.
La fila era un poco más que interminable, ocupando la totalidad del local y mas de cincuenta metros del exterior sobre la vereda. No me preocuparon los más de treinta grados y la humedad agobiante estilo selva tropical. Mi mayor preocupación era el horario. Considerando la cantidad de gente y el tiempo restante para el cierre, las probabilidades no parecían estar a mi favor, sobre todo sabiendo que estaba obligado a llevar el regalo ese mismo día.
La cola avanzó a paso lento pero consistente, casi al mismo ritmo en que decaía la batería del celular. Transpirando más por nerviosismo que por la temperatura, me acerqué a la puerta. Casi milagrosamente y con un remanente de 30 segundos debajo del religioso horario de cierre, crucé las puertas de vidrio. Sin cargo de conciencia, el policía de turno le cerró la puerta en la cara a quien caminaba detrás mío y junto a él, los restante desdichados se dispersaron con gestos de derrota.
Algo más relajado me enfrenté a otro dilema, la batería. En el teléfono tenía la confirmación y número del envío. Por las dudas, anoté con cuidado el número que aparecía junto a la esperada frase “Su producto está disponible para ser retirado” y cerré el teléfono prometiéndome no volver a abrirlo hasta que me atendieran.
Mi turno llegó y con el último miliamperio alcancé a mostrarle el número. Casi un milagro, considerando que tecleaba a la asombrosa velocidad de 1 dígito cada cuarto de minuto. Miró fijo la pantalla y ejecutó algunas acciones con la seriedad de quien juega al solitario. A paso lento se alejó de la computadora y desapareció por unos interminables segundos antes de volver al mismo ritmo y teclear nuevamente. 

Dos clicks adicionales y finalmente levantó la vista. Entre dientes murmuró algo que no quise  entender. Cambié ligeramente el tono amistoso y le pregunté dónde estaba el paquete. Su respuesta fue simple y definitiva: “Como le expliqué… si el mail dice que su producto está disponible para ser retirado, eso significa que en siete a diez días podrá retirarlo”.