domingo, 17 de febrero de 2008

Desesperación

Caminó nervioso alrededor de la mesa por cinco minutos. Miró el reloj y tomó asiento frente al televisor encendido. Sabía que llegaría tarde al trabajo, pero no le importó. Aún no se había vestido. No podía abandonar su casa sin la información. Las vacaciones se aproximaban. Un día más y se vería obligado a interrumpir su rutina. Pocas cosas lo ponían más nervioso que las alteraciones a la rutina. Si no lo obligaran, elegiría no tomar vacaciones. Ni enfermo faltaba a trabajar. En quince años sólo había faltado una vez, cuando lo internaron por apendicitis. Continuó paseando desnudo por la casa, perdido y alterado. La información no llegada. No podía salir de la casa sin ella. ¿Cómo iba a dejar así su hogar? Se preguntó. ¿Cómo encarar el inicio del día si nada sabía? ¿Cómo podría tomar las más mínimas decisiones si no contaba con datos? Quince minutos después comenzó a desesperarse. Nunca había ocurrido algo parecido. Sintió como regresaba el casi imperceptible espasmo en su ojo derecho. La crisis nerviosa se aproximaba. Las señales eran claras. Volvió a la computadora. Con las manos temblorosas, guió el mouse hasta el botón “Recargar esta página”. Google seguía fuera de línea.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Mirada

En cuanto me miró de esa manera, supe que todo había terminado. Ninguna relación puede soportar esa gélida y oscura mirada. Apenas si logré mantener la vista vuelta hacia el piso. Las lágrimas se agolpaban en mis ojos, impacientes por fluir. Las palabras abandonaron mi boca, temerosas de no encontrar respuesta. Si al menos hubiera dicho algo. Quizás, podría haberme defendido con algo de dignidad. Pero nada. Ni una palabra. Ella sólo se mantuvo inmóvil, con sus ojos clavados en mí. Los brazos cruzados a modo de protesta silenciosa y una rígida mueca burlona. Apenas pestañeaba. Continué observándola con detenimiento. Tan hermosa como recordaba. Largos cabellos dorados y un cuerpo envidiable. Su piel joven resplandecía en la penumbra, apenas iluminada por el velador. Maldije mi estupidez y debilidad. Maldije por no haber sido más cuidadoso y responsable. Mi adormecido cerebro buscó infinitas excusas, una más inverosímil que la otra. Por lo general, me jactaba de ser bueno para salir de momentos incómodos, aunque esa parecía la excepción que confirmaba la regla. Respiré hondo. Entonces cometí el último error, la payasada final. Aún desnudo sobre las sábanas, esbocé un triste: “Te juro que es la primera vez que me pasa”.