Entré a su casa con el nerviosismo propio de un adolescente que acompaña a su novia por primera vez, transpirando frío y tragando saliva como quien se enfrenta al jurado del fin de los tiempos. El hombretón me miró con la misma curiosidad con la que se mira a una comadreja acorralada en el rincón del patio; con una mezcla de curiosidad y preocupación. Extendió un apretón de mano que casi me deja sin brazo y al mismo tiempo me palmeó la espalda en toda su extensión con su otra mano en un saludo amistoso. Me ofreció una copa de jugo y desapareció con una sonrisa torcida dejándome a solas con ella. Sentados frente a un estúpido programa de entretenimientos, tomé su mano, con la inocente seguridad de quien sabe será para siempre e intenté mantener viva la conversación tanto como pude. Fallé miserablemente y en pocos minutos el silencio se apoderó de la sala. Sus enormes ojos verdes me cuestionaron en silencio. Mis ojos la esquivaban, tan cobardes como el que más. Noté el pasaporte sobre la mesita y en un manotazo nervioso, lo tomé. Sellos. Infinitos sellos que llenaban las hojas hasta el último milímetro. Todos los colores y cada idioma que logré identificar. También algunos imposibles de descifrar. No quedaba espacio en blanco y eso solo significaba una cosa: Ese hombre bonachón que me recibía en su casa había viajado más de los que cada libro leído me permitía imaginar. Un cortocircuito instantáneo puso en marcha una pulsión hasta allí desconocida. La necesidad de viajar. Esta mente hasta ahora dormida, se ponía en movimiento. Hoy los viajes se han detenido, pero los sellos nos dejaron la infinita enseñanza de cuánto se puede conseguir con humanidad y la voluntad de emprender.
jueves, 30 de marzo de 2023
sábado, 29 de enero de 2022
AM980
La fila interminable de autos se mueve a paso lento. Cincuenta o sesenta metros mas adelante, una patrulla se erige como la responsable de tal embrollo. Miro por el espejo y no llego a ver el último auto.
Fijo la mirada en el auto que está adelante. Un Fiat blanco, como miles. De puro aburrimiento miro la patente. AM980PP. Sin dudas el código alfanumérico capta mi atención. Detenido en medio de la ruta y sin muchas opciones me pongo a jugar con el selector de la radio. Primero voy por la AM. De inmediato busco el 980. No recuerdo que exista alguna estación en esa frecuencia.
Un ligero temblor me recorre el brazo cuando escucho música al llegar al número buscado. Hip Hop de los años noventa. Extraño. Frunciendo la ceja vuelvo la vista al auto frente a mi. Fijo la mirada en lo que parece ser una antena de grueso calibre que asoma del baúl. Me pregunto si podrá cargar con una emisora portátil de AM ahí.
Una voz se mezcla con la música, descargando duras críticas al Gobierno. Apenas llego a expulsar algo de aire por la nariz. No me sorprende que los críticos se escondan. Parece una grabación. No creo que sea en vivo. Las criticas se concentran en la imposibilidad de conseguir pasaportes. Los próximos turnos se están dando a dos años. De pronto, no es posible conseguir los insumos necesarios. Entregan solo unos pocos por mes y misteriosamente, nadie conoce los afortunados. La voz tiene su propia teoría poco sorprendente. Solo los amigos del poder los consiguen. De inmediato, la revelación más importante de la transmisión. De manera temeraria, ofrecen pasaportes para quienes quieran salir del país. Originales, no copias. Capta mi atención de inmediato. Para obtenerlos solo debe seguir al auto. El precio anunciado parece más que razonable.
Ansioso, espero pasar rápido el control policial. Mantengo sintonizada la misma emisora pero nada nuevo se escucha. Música. Críticas y la oferta de pasaportes. Fiel a mi espíritu desconfiado observo todo los detalle posibles del auto y su conductor. Un auto de media gama, de color común totalmente indistinguible entre miles. Ninguna calcomanía, ningún detalle. Sólo la apenas visible antena del baúl. Del conductor solo se ve parte de la cabellera y por momentos llego a ver algo del perfil. Se ve joven. Al menos, más joven que yo.
Pasamos el control sin inconvenientes. Los policías se ven entumecidos. Me mantengo atrás a una distancia prudente. Unos kilómetros más adelante le hago señas de luces y pongo la luz de giro como para avisar que voy hacia la banquina. De inmediato el Fiat copia la maniobra y comienza a frenar hacia la derecha. Un cosquilleo en el bajo vientre me alerta que ya no hay vuelta atrás.
Bajo del auto con movimientos que intentan demostrar una seguridad que no siento. Me acerco al auto blanco esperando alguna señal. La ventanilla bajó en su totalidad y un muchachito de anteojos me mira con una sonrisa cómplice. Me pregunta por el dinero. Si estoy de acuerdo. Me pide mi documento y se lo entrego mientras miro pasar los autos por la autopista. El muchacho lo pasa por un lector que tiene integrado en el tablero del auto. Me pide un minuto de paciencia mientras lo miro sorprendido por la naturalidad con la que se maneja. Estira la mano al asiento trasero y saca lo que parece ser un pasaporte en blanco. Lo mira un instante y lo coloca abierto una caja negra que lleva a los pies del asiento del acompañante. Dos silbidos y un crujido después, tres “bips” indican que el proceso ha terminado. Vuelve a controlarlo; me lo muestra a cierta distancia y me indica gentilmente que el momento de pagar ha llegado. Muestra su teléfono con un código estilo nube y espera mi parte.
Asombrado por el profesionalismo y la velocidad del proceso, tardo unos segundos en reaccionar. Saco mi teléfono y con un simple enfoque mas una confirmación, el proceso está cerrado. Un par de segundos después, un mensaje le confirma el pago al muchacho. Me entrega el pasaporte y casi el mismo tiempo arranca el auto lentamente y se pierde en la autopista.
Vuelvo al auto y pongo el motor en marcha pero sin moverme. Necesito revisar lo que compré. Una idea me asalta y debo dominar mi nervios para no ponerme a temblar. El pasaporte se ve perfecto. Demasiado nuevo tal vez, pero perfecto. Reviso el teléfono persiguiendo una estúpida idea. Descubro que un vuelo internacional está a poco rato de partir. Estoy a tiempo, calculo. El aeropuerto está cerca.
El lugar se me hace deslucido. Veo poca gente en el hall principal. Voy directo a la oficina de ventas de la aerolínea jadeando por la corrida. Unas pocas sonrisas, una buena explicación para el apuro y otra transacción exitosa me hacen acreedor de un pasaje internacional.
Es hora de la prueba de fuego. Migraciones. Siento la transpiración correrme por la espalda. Casi no queda nadie en la fila. Soy el próximo. Respiro hondo y recorro los cinco pasos que me separan del mostrador. Imágenes mentales de la Policía Federal arrastrándome por los pasillos me asaltan. El funcionario abre el pasaporte y me mira. Teclea en la computadora y escanea el documento. Vuelve a mirarme y frunce el entrecejo. Mueve la mano hacia el teléfono y se detiene. Me mira nuevamente y sacude a cabeza. Finalmente estampa el sello al tiempo que me explica. Un homónimo tiene pedido de captura, pero es más veterano y tiene otro número de documento. Llama al que sigue y me deja el la zona gris de la aviación. Ya dejé mi país pero no estoy en ningún lado. Camino nervioso por entre las puertas de embarque. Antes de siquiera pensar en la hora, comienza el embarque. Estoy más tranquilo. Me llaman entre los primeros. Mi asiento está en la última fila del avión. Recorro la manga y el pasillo completo de la aeronave. Ventanilla. Me siento con los ojos cerrados, calculando la cantidad de leyes que estoy violando y las sanciones aplicables. Las opciones pasan a la velocidad de la luz.
Siento una breve sacudida y un vacío en el estómago. Estamos en el aire. Reflexiono. Para cuando desembarque, otro país me espera. Reordeno mis pensamientos. Encuentro algunos interrogantes más urgentes, como que pensará mi esposa cuando no llegue a cenar.
jueves, 6 de enero de 2022
Huida
Miro la hora y calculo mis opciones. No son alentadoras. Acelero el auto con cuidado, asegurándome de respetar cada regla de tránsito. Busco un lugar donde estacionar y ordenar las ideas. Salgo de la avenida iluminada para resguardarme en los callejones mas oscuros.
Apoyo las palmas de las manos y la frente sobre el volante. Respiro hondo. Imágenes e ideas se amontonan en mi mente. Sólo imagino una opción.
Vuelvo a rodar. Evito las avenidas y avanzo. Encuentro un lugar remoto para dejar el auto y camino con cuidado evitando las luminarias. Llego al edificio de memoria y sin demora presiono en el teclado el departamento de mi amigo. Es tarde. Estoy seguro de haberlo despertado.
Subo sin cruzarme con nadie. Los nueve pisos parecen nueve mil. Dejo el ascensor y avanzo por el pasillo. La puerta del fondo se abre y su sombra se recorta en el brillo del interior. Solo me mira. De arriba hacia abajo en un movimiento lento. No hace ningún gesto. Solo que pase. Intento tomar aire para dar una explicación pero me interrumpe con un gesto serio.
Se aleja y desaparece un minuto en el dormitorio del pequeño departamento. En instantes, vuelve con algo de ropa limpia y una toalla. Me indica el baño y me dice: “Acá te espero”. Mis ojos se empañan por su noble actitud. Solo espero que pueda comprenderme.
sábado, 25 de septiembre de 2021
Juego
domingo, 5 de septiembre de 2021
Búsqueda
Inspirado por SAMCRO
domingo, 29 de agosto de 2021
La Mula
viernes, 16 de abril de 2021
Borceguíes
martes, 30 de marzo de 2021
Ciento Sesenta
Los ojos se me nublan. Por momentos por la emoción, por momentos por la espesura de los años. El tiempo se agota. El laboratorio es caos absoluto, carpetas y documentos se entremezclan con computadoras y dispositivos de alta tecnología. Maldigo la suerte dudosa del descubrimiento tardío. Agradezco en silencio a esta última chance. Nada hubiese sido posible sin el Doctor Kawashima san, quien conjeturó que en el minuto exacto en que el cuerpo físico alcanza los 80 años, el ADN se reconfigura abriendo una ventana hasta ahora inexplorada.
Mis cálculos son claros e inequívocos. Suministrado la información exacta mediante el vector adecuado, puedo optimizar esa reconfiguración y extender, según mi tesis, al doble de años la capacidad teórica de la fisiología humana.
El temblor de las manos es cada vez mas pronunciado. Las viejas mariposas que alguna vez habitaron mi interior parecen haber despertado del letargo. Controlo el reloj. Controlo el temporizador en el Purificador de ARN al tiempo que preparo el resto del equipamiento.
La secuencia de pitidos me indica que el dispositivo ha concluido. Un minuto para el momento definitivo. Casi sin respirar, tomo la minúscula probeta e incorporo a una jeringa el viscoso elixir. Treinta segundos. Afirmo la jeringa entre los dedos que parecen de gelatina. Alcanzo la vena. Cinco segundos. Respiro profundamente mientras espero el momento exacto. En el instante mismo en que suena la alarma, un pequeño detalle me alcanza. 1942. La hora oficial fue cambiada de GMT-4 a GMT-3.
domingo, 4 de octubre de 2020
Emergencia Familiar
Con solo cruzar las puertas de vidrio me envuelve el familiar ambiente del aeropuerto. El aroma a viajes esta vez no me emociona de la misma manera. Los pasillos se ven atestados de gente y el ambiente esta cargado de murmullos. Este es un viaje diferente. Todo ha cambiado.
Me acerco al mostrador con cierta intranquilidad. La chica me sonríe en automático. Le explico con cuidado que se trata de una emergencia familiar, de las que pocas veces ocurren. No tengo reserva y me enfrento a un viaje desde uno de los aeropuertos de mayor tráfico del país, queriendo llegar al otro lado del mundo. Fotografías de épocas felices se agolpan al entrecerrar los ojos durante la espera. Mi pecho se comprime en una mezcla de añoranza y tristeza.
La emergencia sin detalle y la carencia de expresión me dan una oportunidad. La chica busca opciones. Descarta opciones. Unos minutos de teclear con furia y encuentra la ruta más conveniente. Un trayecto extremo, pero posible. Las manos me tiemblan un poco. Le entrego la tarjeta de crédito.
Atravieso los controles de seguridad sin contratiempos, casi como un fantasma. El avión está a embarcado. Camino por la manga con cientos de imágenes sobre saturadas que me persiguen. No me atrevo a mirar el teléfono. Prefiero enfrentar las novedades en persona.
Localizo el asiento. Al fondo del avión y en medio otros dos pasajeros. Lo acepto, inexpresivo. Ya sentado, los flashes del pasado me asaltan sin piedad. Una línea de tiempo con emociones propias de una montaña rusa. Respiro hondo forzándome a descansar para acortar el peso del viaje. Contengo la respiración y como en un espasmo repentino, una sonrisa se me dibuja apenas en el rostro.
jueves, 3 de septiembre de 2020
Buen Samaritano
Camino con el cuello del saco levantado, recordándome cambiar mi estúpida costumbre de nunca llevar abrigo. Casi siento las gotas transparentes resbalando desde la nariz. El frío que viene del río atraviesa cada capa de ropa y de piel. Camino a paso acelerado, las piernas y los pensamientos corren casi a la misma velocidad. El frío comienza a disiparse. Tal vez es la velocidad, o tal vez es que tengo muchas cosas mas importantes de que preocuparme. Los conflictos que me atormentan crecen geométricamente. Alguien camina pocos pasos detrás de mí. Acelero. Intento atisbar algún indicio de quién me sigue, pero nadie me sigue. Quien sea se está quedando atrás. Otra vez mis fantasmas me persiguen y empañan la realidad.
El aire me falta, no puedo seguir el ritmo. Un conveniente acceso de tos me salva de la vergüenza de frenar solo por no poder seguir. Aprovecho para girar la cabeza un tanto hacia la izquierda.
Es solo un tipo. Solo una segunda mirada es suficiente para saber que es un pobre tipo que vive en la calle. Capa sobre capa de ropa sin aparente orden ni lógica, zapatos envueltos en bolsas de nylon y un sombrero que parece salido de una vieja película rusa.
El hombre se me adelanta, por varios metros. No puedo evitar pensar en cómo es que cada uno de nosotros terminó en sus zapatos. Los míos con nombre propio, y los de él envueltos en bolsas de supermercado. Las culpas crecen en mi interior.
A pocos metros veo la lujosa entrada del hotel, junto a ella, el mismo pobre tipo que me había cruzado en el camino. Al llegar me pide ayuda. Lo que sea. No resisto la tentación y le pregunto qué lo llevó a esta situación. No me vende una historia. “Sólo malas decisiones”, me dice. Saco la billetera y separo un par de 100 y la tarjeta del hotel. Le entrego el dinero y la tarjeta. El hombre se queda mudo mirándome. Le explico que es un intercambio. Le pido su abrigo. Dos de ellos en realidad. Le recomiendo que se saque las bolsas de los pies y le indico el piso. Por las dudas le explico que todo está pago.
Me alejo con mis nuevos abrigos, a vagar por las calles de la ciudad de la furia. Por primera vez en años me siento libre. Camino hasta un bar de los mas tristes y oscuros de la ciudad. Me siento en un rincón a beber lo que el cantinero me quiere dar.
Aturdido, vuelvo a caminar sin rumbo. Una estación de subte se ve acogedora. Necesito algo dulce. Compro unos chocolates en el quiosco de la estación y me siento en uno del los incomodísimos asientos de plástico. Me duermo casi de inmediato. Unas horas más tarde, me despierto peor de lo que estaba. Vuelvo la mirada al quiosco y en el TV gigante que cuelga de un costado muestra las noticas urgentes: El ataque mafioso en un lujoso hotel horroriza a los trasnochados.
lunes, 31 de agosto de 2020
Expat
La noche me acompaña en esta travesía como si estuviera de mi lado, protegiéndome. Las estrellas me saludan con un guiño a la distancia, conscientes de las dificultades que propone el viaje.
La profundo del estómago se me comprime al revisar el plan una y otra vez. Respiro con profundidad, tratando de bajar el ritmo cardíaco, aunque sé que no hay manera de lograrlo. El aire puro y dejos de sal limpian hasta lo mas profundo, aunque sin lograr el efecto relajante que busco.
Los hilos de pensamientos se entrecruzan desenfrenados. Posibles consecuencias de actos presentes y pasados. Cada miserable definición en cada minuto de nuestras vidas nos ha traído hasta este momento. Cada decisión que tomemos en este momento definirá nuestra vida en los próximos minutos, días y hasta años. Definirá nuestra familia, nuestras relaciones, nuestros logros y nuestros fracasos. Los pensamientos se mueven lento entre la bruma.
Nos dicen que a las oportunidades hay que aprovecharlas. Siempre avanzar sin miedos ni dudas. Terminar con las eternas frustraciones fue mi objetivo. El medio, aceptar una oferta de trabajo internacional. Mas allá de las fronteras, donde todo es mas luminoso, donde los sueños se convierten en realidad.
Las trabas aparecieron de inmediato y las decisiones comenzaron a sumarse. Cómo alcanzar el destino anhelado cuando no hay aviones, ni viajes internacionales? Como enfrentar una Pandemia que inmoviliza al planeta? Cientos de preguntas son las que intento responder, mientras el suave balanceo del barco pesquero me hipnotiza.
domingo, 22 de marzo de 2020
Posibilidades
martes, 5 de noviembre de 2019
Calor
Todo tiene un principio y el nuestro fue simple. Casual, pero a la vez relajado. Notorio, aunque a cada minuto, un paso más cerca del final.
Cruzamos miradas en una de las tantas fiestas a las que fui obligado. La primera vez me dio vergüenza tan solo por mirarla. En otra cruzamos unas pocas palabras en la barra y ya en el tercer evento compartimos una extensa charla y algunos tragos. Podrían haber sido decenas de encuentros de no ser por su escasa paciencia con los tipos lentos como yo. Me desafió a besarla mientras compartíamos un Gin Tonic y lo hice.
Las fiestas continuaron, algunas con ella como protagonista. El estómago ardía, producto de algo que estoy seguro eran celos. Todos la admiraban, la deseaban y muchos lo intentaban, incluso frente a mí.
El calor aumentaba con cada salida. Me sentía culpable sólo por caminar a su lado. Imaginaba sus comentarios por lo bajo. Lo incompatible de nuestros estilos y las razones de tan improbable pareja.
Sabía que no iba a soportar mucho tiempo esa sensación y aunque lento, la solución fue simple. Reforzar el estómago y disfrutar del camino, que a finde cuentas es lo único que tenemos.
jueves, 13 de septiembre de 2018
Barba
miércoles, 21 de marzo de 2018
Filosofar
La noche se estira como si de varias se tratara. Extrañas escenas entremezcladas en flashes interminables. Un film antiguo, desenfocado y con extraños empalmes sin sentido. De alguna manera logro llegar a casa. Avanzo por los pasillos oscuros, descalzo y a tientas. El hambre aún no aparece, pero la sed parece propia de un viejo hipopótamo herido. Revuelvo la heladera y solo encuentro un trago de lo que parece ser agua. Cierro la heladera y otra vez en la penumbra. Camino. Avanzo en busca de dónde dejarme caer. Estimo faltan pocos metros. La distancia se acorta y las fuerzas parecen flaquear.
Cruzo la puerta y con los últimos trazos de conciencia me dejo caer. El teléfono comienza a sonar. Ni siquiera sonrío ante la ironía. Solo lo ignoro. El teléfono sigue sonando. Imposible estimar cuantas veces.
En algún punto y a través de la niebla, me preocupo. Algo pasó, me dice algún resabio de humanidad. Voy en busca del teléfono a chocando muebles. “Me llevas al bar?” me dice la voz al otro lado del teléfono. Enciendo la luz de un manotazo e intento enfocar el reloj. 3:55am. Me cuesta responder. Me cuesta entender. La respuesta me alcanza como un rayo. “Charly?” respondo.
Para él tiempo y el espacio se confunden. Quiere ir al centro, a donde nada cierra, donde siempre es el momento justo para existir. No puedo decirle que no. No a él al menos.
De alguna manera llego a buscarlo y de alguna milagrosa manera llegamos a ese tugurio desgastado. Llegamos, él solo pide un whisky, dos hielos y agua. Pido lo mismo. Intento abrir el diálogo, pero las palabras se confunden en mi garganta. El me mira, extrañado, como quién ve a un perro equilibrista. Me pregunta como terminé allí y en ese estado. Intento contestar: “Quise quedarme, pero me fui.” le respondo. Cambia el enfoque en la mirada y baja la vista a la servilleta. Garabatea algo y sale del lugar sin decir palabra.
domingo, 27 de agosto de 2017
Profesionalismo
domingo, 13 de agosto de 2017
Cena
La noche apenas iniciada se muestra tranquila. El paseo nocturno tiene más que ver con ahuyentar mis propios demonios que con pasear al perro. Nunca deja de ser una buena excusa. El barrio se ve calmo. Las luces tibias de las farolas de hierro apenas pintan sombras sobre las casas.
Desde la calle, se observa el ir y venir de los urbanos rituales en el interior de las casas. Hora de la cena. Hora de unos pocos minutos compartidos en familia. Fijo la atención en una de las casas. Frente a la nuestra, apenas en diagonal. Las luces del jardín frontal están apagadas. En el interior, solo hay luz en la habitación principal del piso superior. Un cosquilleo de alarma me recorre la espalda. Los Estévez son mas regulares que el subte londinense.
viernes, 4 de agosto de 2017
Autopista
Nada mejor la ruta después de un largo día de trabajo, pensé al salir. Aunque no lo necesitaba, ajusté el GPS rumbo a casa. Empujé el acelerador hasta alcanzar un valor sensiblemente superior a la legal y sonreí. Todo un día tratando de convencer a futuros clientes puede ser extenuante. Completé el menú de desintoxicación con algo de Rock Progresivo, con el volumen dos puntos por encima de lo recomendable.
Recorrí casi cien kilómetros sin tocar el freno, adelantando auto tras auto mientras veía como las preocupaciones se evaporaban. Tras una curva cerrada, tuve que pisar el freno hasta el fondo y aún así por poco no termino subido a una camioneta luego de esquivar una hilera repleta de conos anaranjados que me empujaron hacia carril izquierdo de la autopista.
La fila se veía interminable, un ciempiés de acero y caucho que se extendía más allá de la próxima curva, fuera de mi vista.
Sin muchas opciones, frené cerca de la camioneta que tenía al frente y esperé. Bajé la temperatura del climatizador. En la quietud de la nada, el sol parecía golpear con más fuerza. Subí un punto más el volumen de la música, intentando poner en práctica mi nueva filosofía basada en la paciencia y la aceptación de la vida; aunque debo reconocer que no estaba funcionando.
Los minutos se fueron apilando a un ritmo tan lento que tuve ganas de tirarme del auto por la ventanilla y echarme a correr. La fila se desplazaba por momentos para luego paralizarse por completo. Como era de esperar, la fila en la que me encontraba parecía ser mas lenta que la otra.
Hablé por teléfono. Consulté cientos de veces el celular en busca de mensajes que no llegaron. Miré el clima. También escuche decenas de canciones más de las planificadas para el viaje. Ya podía ver el origen de la demora. Un simple control policial. Dos policías con ganas de joderle la vida a la gente. Un sinsentido, una triste excusa más orientada a recaudar dinero por multas que a cuidar de los conductores.
Alcancé a ver a uno de los oficiales haciendo señas hacia la patrulla. Luego de unos segundos de suspenso, se abrió la puerta del acompañante y con cierta dificultad descendió un tercer policía que yo estimo, por la amplitud de su vientre y caderas, que se trataba del jefe de la patrulla. Por supuesto, el auto al que se aproximó el caricaturesco oficial era el primero de la fila donde yo estaba.
Estirando el cuello alcancé a contar nueve autos adelante mío. No faltaba mucho, pero lo presencia del jefe me hizo prever lo peor. Fueron luego por el tercero mientras los primeros seguían inmóviles. La pista derecha ya había sido completamente liberada por el tercer policía.
Unos interminables minutos más tarde, el cuarto auto de la fila comenzó a maniobrar para cruzar a la pista derecha a través de la línea de conos naranjas. Cruzó y se perdió tras una curva. Lo siguió el quinto.
Ya aliviado, puse en marcha el auto con suavidad y cuidado para seguir a la fila de autos que comenzaba a cruzar de pista. Cuando me tocó el turno, miré con cuidado para asegurarme que podía cruzar y cambié a la pista derecha. Antes de comenzar acelerar para salir del bloqueo, uno de los policías me hizo señas para que me detuviera al costado de la ruta. Nada bueno podía salir de eso.
Al estacionar, noté que cuatro de los autos que iban delante mío habían sido detenidos y descansaban metros más adelante. Otra mala señal. El oficial se caminó a paso cansino en la dirección en la que me encontraba. Lo esperé con el vidrio bajo; mi mejor sonrisa y mi cara de no-entiendo-por-que-me-detuvo-oficial. No funcionó. Con una paciencia pocas veces vista, me informó que acababa de cometer una infracción MUY grave. Artículo Sesenta y ocho, me dijo. Una cantidad extraordinaria de dinero y todos los puntos que me quedaban en la licencia.
Mas tarde, ya entrada la noche, comprobé que realmente había violado una normativa que ni siquiera conocía. Los puntos de la licencia se habían esfumado y me esperaban largas caminatas. Al menos, pude volver a leer en medio de la lentitud del colectivo. Desde entonces, llevo leído las obras completas de Emilio Salgari, Sir Arthur Conan Doyle y Edgar Allan Poe.
sábado, 29 de julio de 2017
Ilimitado
Una débil puñalada de luz se cuela entre las persianas, dándome una ligera idea de la hora. Estoy seguro que es tarde. El ángulo no es el apropiado y la falta de sueño confirma la hipótesis. Debería preocuparme, pero no ocurre tal cosa. El abrazo de las sábanas es más fuerte y me dejo retener.
El largo descanso me ha llenado de energía. Antes de despegarme de la cama, analizo mis opciones y un mundo extraordinario de oportunidades se abre ante mis ojos apenas entornados. Sonrío, aspirando largo y suave. Retengo la respiración. Las posibilidades son ilimitadas, los sueños tan alcanzables que las mariposas revolotean en mi estómago. Casi puedo sentirlo. El pulso se acelera. El optimismo me fluye por las venas sin control, ante la innegable concreción de los planes. La escalera se encuentra al frente, solo debo recorrerla para alcanzar el éxito que se mantuvo esquivo. Ideas que se cristalizan en un futuro promisorio.
jueves, 20 de julio de 2017
Conexión
Destapo la botella de whisky sintiendo el peso de una piedra oprimiéndome el pecho. Me dejo envolver por los vapores añejos sin extrañar el hielo, cavilando sobre las preocupaciones que pesan sobre aquel que está a la distancia. Aquel a quién que no necesito ver para descifrar, para acompañarlo en su divagar.
El sillón se me hace frío, incómodo. No me permite encontrar una posición agradable. El calor de la bebida me recorre el cuerpo, pero aun no llegan las respuestas a los problemas que me son esquivos. Problemas que no padezco, pero sufro como propios.
Analizo sus opciones con una visión distinta, pero no alcanzo a ver aquellas que compartimos en silencio. Nos perdemos buscando en los extremos, olvidando la delicada belleza de los grises. Encontrar el equilibrio en aquellas facetas que se repelen sin descanso.
Siento la copa casi vacía, los sentidos se adormecen, pero la tristeza se aferra a mis entrañas. Extiendo la mano en busca del interruptor y antes de quedar en penumbras siento una ligera descarga. No necesito llamar, para saber que la esperada noticia ha llegado. La conexión es más fuerte. Me recuesto. Apuro el último trago y cierro los ojos con una sonrisa.
viernes, 25 de noviembre de 2016
Perros
miércoles, 16 de noviembre de 2016
Correo
miércoles, 4 de noviembre de 2015
Sitio
Comenzó como una mañana tensa antes de devenir en un infierno. Habíamos vivido una noche de violencia y salvajismo en la ciudad durante una protesta policial. A mitad de la mañana, algún grupo de genios decidieron que la escalada social era incompatible con el trabajo normal. Es así como después de consultar vaya a saber quién, decidieron liberar al personal de la planta para que vuelvan a su casa. Muchos estaban preocupados, otros expectantes.
El éxodo comenzó casi media hora mas tarde. Los primeros salieron apresurados, tal vez más por las ganas de abandonar el trabajo que por ir a cuidar de los suyos. Un grupo de trabajadores fue enviado a cerrar los portones del fondo, se corrían rumores de algunas industrias siendo saqueadas. Corrí detrás de ellos para confirmar el cierre. Dos de tres portones ya estaban asegurados, pero mientras ponían las cadenas en el tercero la cara de uno de los muchachos se volvió de cera. Trabaron la cadena como pudieron y corrieron en la otra dirección. Pasaron a mi lado y uno de ellos alcanzó a balbucear: “Se metieron… Son un montón.” No lo dudé. Sabía lo que tenía que hacer. Corrí unos pocos pasos hasta una columna señalizada en rojo y bajé la pequeña palanca. La alarma de emergencia se activó con un chillido ensordecedor.
Corrí rumbo al centro de la planta y pude ver que los operadores aceleraban el paso. Fieles al entrenamiento, seguían en orden los caminos previstos. Un dejo de satisfacción me invadió. Al menos algo habían aprendido. Llamé al Gerente de Recursos Humanos y le pasé la novedad. Mi recomendación: desalojar el sitio de inmediato. Traté de mantenerme calmo, pero estoy seguro de no haberlo logrado.
Apuré el paso para comprobar que las oficinas estaban desiertas. Dos rezagados juntando papeles de los escritorios. Tuve que aclararles que no era broma y se rajaran de una vez.
Troté por las escaleras de regreso a la planta. El último grupo salía cual manada compacta rumbo al estacionamiento. Al encarar el pasillo de salida, otro grupo de rezagados salió del baño a la carrera. Confirmé con ellos que eran los últimos y salimos juntos.
A mitad de camino rumbo al estacionamiento, una imagen propia de película y no de otro día en la industria. Dos directivos, que guiándome por el lenguaje corporal, estaban arreando a la gente hacia el estacionamiento pidiéndoles que tomen los autos y salgan de inmediato. Al mismo tiempo alcancé a ver que un grupo de unos treinta o cuarenta empleados desviarse de su camino de salida y tomar rumbo a sector trasero de la planta, a donde calculé se había producido el ingreso de los saqueadores. A la carrera, se agachaban recogiendo piedras, palos y hasta algún caño de más de un metro. Corrí endiablado hacia ellos, buscando frenarlos antes que alguien termine herido. A metros del grupo, alcance a escuchar a uno de los supervisores de producción gritando “Son nuevo o diez pendejos… ¡¡¡Vamos a darle maza!!!” Y así fue. Uno de los cacos que se estaban intentando meter por los portones cerrados se comió un piedrazo en la espalda. A otro, un palo le pasó a centímetros de la cabeza. Al parecer su batería de heroísmo tenía poca carga porque de inmediato corrieron como niñas rumbo al agujero que habían hecho en el alambrado perimetral.
Los gritos de victoria se hicieron sentir como si de los All Blacks se tratara. Me sonó a una estupidez digna de terminar en tragedia. Más desorientado aún me sentí cuando en la retaguardia, (claro) del pelotón alcancé a ver al Director General con un palo en la mano. Lejos de la acción, pero cual agitador callejero. Alguien gritó: “No les vamos a regalar la planta… Nos quedemos!”. Otra señal de alarma se activó en mi cabeza.
Durante unos segundos no supe bien que hacer, me quedé enredado entre correr a buscar un palo, o cumplir con mi función y desalojar el establecimiento. Aún dubitativo me acerqué al grupo de avanzada y traté de convencerlos en que no debíamos exponernos. La adrenalina les impidió siquiera considerarlo. En el otro extremo del predio, los autos salían en aparente sincronización. A mitad de camino, un grupo bastante numeroso de unos cuarenta o cincuenta personas dudaba entre correr a los autos o esperar y ver como seguía la historia.
Los gritos y las corridas comenzaron a sucederse. Unos que intentaban poner algo de cordura, otros que querían salir a matar a quien se acercara al alambrado. No se cuento pasó entre las primeras corridas y las piedras voladoras, pero el primer cascotazo cayó en medio del grupo que había repelido el ingreso. En una explosiva corrida, el grupo se puso a una distancia razonable para evitar ser alcanzados.
Pasaron unos pocos minutos y lo que ya parecía surrealista se convirtió en terrorífico. Como por arte de magia, los cinco muchachitos se multiplicaron en un malón de incontables malandras que parecían nacer de todos los pastizales que rodeaban a la cerca. La situación se tornó en peligrosa. El perímetro se fue poblando de personajes más parecidos a los piratas de Mompracem que a vecinos preocupados por las situación social. Algó pasó, y lo que parecía una curiosidad se convirtió en algo peligroso. Un facción del grupo de agresores se comenzó a mover, rodeando la planta, rumbo al ingreso y al estacionamiento. Juraría que eran al menos unos cuarenta. Palos en las manos, las caras parcialmente cubiertas más sus clásicas gorritas. Miré las puertas a lo lejos y como era de esperar, los portones estaban completamente abiertos para permitir la salida masiva de autos. Vi a uno de los directivos correr al puesto de Guardia. De inmediato uno de los guardias salió corriendo con una cadena mientras los portones se iban cerrado impidiendo la salida de aquellos aún permanecían en la planta. El vigilante pasó la cadena y ajustó el candado, como para darle una protección adicional a las instalaciones. De esa manera, nos encontramos oficialmente sitiados.
Alguien se le ocurrió que en represalia por no poder ingresar, los malvivientes nos destrozarían los autos arrojándoles piedras por sobre el alambrado. El comentario corrió como un virus y de inmediato los que aún quedábamos corrimos a poner nuestros autos a resguardo. En una operación que pereció ensayada, unos treinta autos fueron trasladados desde el estacionamiento hasta los límites del edificio, poniéndolos en círculo cual barricada, lo que por un instante me transportó a las películas de cowboys y sus pintorescas carretas. Una cascote de cemento me sacó del ensueño, golpeando un metro más adelante y dejando una lluvia de pequeños fragmentos. Los gritos eran interminables, las corridas también. El alambrado pareció poblarse. Como en una película de zombies, los delincuentes aparecían de la nada, de entre la maleza. No quise calcular el número y mucho menos las consecuencias de un potencial ingreso masivo. Otro grito, esta vez bien definido. Un grupo de defensores se corrió hacia el fondo del predio, sin organización alguna y con armas improvisadas a la carrera. Otro intento de ingreso por un corte en el tejido, un tipo ya asomaba la mita del cuerpo a través del alambrado. La sorpresa me la dio una sombra que pasó a mi lado a máxima velocidad rumbo al lugar del ingreso. Un directivo francés, de impecable camisa rosada y corbata, perfectos pantalones de vestir y zapatos puntiagudos de diseñador, con un caño de 3/4 de pulgada de más de un metro en la derecha y una piedra en la izquierda. Se acercó a poca distancia de lugar por donde ya había como cuatro o cinco muchachos con caras tapados. El francés cambió de mano la piedra y lanzó un gancho perfecto alcanzando a uno de los delincuentes en el hombro y revolcándolo por el piso. En respuesta, los atacantes lanzaron una andanada de piedras y palos. Pude ver la trayectoria exacta de una de las piedras, pasando apenas a un par de centímetros de la perfectamente rasurada cabeza del francés. Intenté imaginarme como sería explicar a la casa matriz entre reportes y teleconferencias, como uno de sus compatriotas había terminado con el cráneo fracturado por una piedra. Un frío pegajoso me corrió me corrió por la espalda.
En un destello de loca genialidad, se me ocurrió usar el equipamiento anti-incendios como medio de defensa. Funcionó. En cuando la manguera de 2 pulgadas comenzó a escupir parte del millón de litros que almacenamos en el tanque, el resto de los saqueadores pareció encontrar una buena excusas para mantenerse afuera del perímetro. Algunas piedras y un desequilibrio numérico permitió a ahuyentar a los pocos que habían logrado entrar.
Minutos después volví a ver al francés. Sus ojos mostraban aún cierta exaltación, se lo veía nervioso. No paraba de caminar de un lado a otro. Su camisa mostraba aureolas de transpiración y parecía disfrutar en cierta forma de la situación. No era mi caso.
Los minutos fueron acumulándose hasta sumar horas. Varios intentos de ingreso fueron controlados y cada uno de las llamados que hicimos a las fuerzas de seguridad resultaron en un enorme fracaso. Nadie vino. Seguimos las noticias en nuestros teléfonos y con las radios de los autos, como aquellos domingos de la infancia donde nos sentábamos a escuchar los partidos de fútbol, imaginando el campo y las gambetas.
Durante la tarde, un grupo de policías salió festejando de su acuartelamiento porque finalmente, habían conseguido poner de rodillas a al gobernador y así sumar unos pesos extras. En minutos, la ciudad se fue poblando de patrulleros como si cayeran del cielo. Tardó un buen rato, pero finalmente llegaron a nuestra zona y como por arte de magia, los buenos vecinos que nos habían sitiado desaparecieron en un instante.
Algún figurín corporativo trató de convertir el triste evento en un triunfo motivacional, recalcando lo importante de la unidad entre pares en defensa de la fuente de trabajo, sin entender que es natural convertirnos en hermanos de sangre ante verdaderas amenazas. Lo que no tuvo en cuenta es que ni bien la humareda de los saqueos se disipó, volvimos a buscarnos las yugulares en enfrentamientos estériles.
sábado, 4 de julio de 2015
El Ladrón de Almohadas
domingo, 22 de marzo de 2015
El Hombre Gelatina
El llamado era de la compañía de celulares. El teléfono que acababan de robarle estaba en el predio. Posiblemente en el portón de acceso. Caminé al lado de mi casi-jefe, un paso detrás a la derecha en señal de apoyo. El tomó el teléfono y marcó en un movimiento rápido. Un instante después nos paramos junto al guardia del ingreso. Luego de una espera que pareció eterna, el teléfono comenzó a sonar en el interior de la oficina de vigilancia. Una chillona melodía salida de las peores influencias de la cumbia inundó el lugar.
Aproveché mi tamaño y avancé un paso más como para cubrirle todo la visual al guardia y el Gerente entonces le disparó una estocada. “Dame el teléfono. Ahora.”
Si pestañear, el pobre tipo comenzó a mutar de color de trigueño hacia el blanco. No de golpe, sino en rítmicas pulsaciones. Metió la mano en el bolsillo y sacó un smartphone tan nuevo que aún conservaba los plásticos protectores. Lo tendió a modo de ofrenda. En cuanto el jefe le sacó el aparato, se quedó con la mirada perdida. El blanco se tornó de golpe en ceniza y los ojos se le fueron hacia atrás cual zombie. De inmediato y como en cámara lenta, el cuerpo se le comenzó a aflojar, como si su interior se licuara. Su cabeza se inclinó a la izquierda y el resto la siguió hasta que el craneo impactó con el filo del escritorio. El ruido sordo pronosticó que algo se había roto. Supuse que el escritorio.
Ya en el piso el vigilante temblaba. Si estaba actuando, era un gran candidato al Oscar. Con dos pasos y un rápido movimiento le apliqué una maniobra fruto de años de entrenamiento en seguridad.
Minutos después el tipo estaba recuperado y con el Escribano junto a él. Si de sumas y restas se trata nuestra vida laboral, diría que mi primer intervención con el "Hombre Gelatina", me valdría los puntos que con seguridad restaría mas adelante.
viernes, 8 de agosto de 2014
Espejo
Los acordes de aquella música del pasado supera el sordo murmurar y me calan lo profundo de la conciencia. Los sonidos me hacen viajar y las estrofas simples me obligan a reflexionar. Melodía y letra atraviesan el tiempo y el espacio. Voy con ellas.
Apoyado en el parante, llevo la mirada a los reflejos del tablero de instrumentos sobre la ventanilla. Un triste contraste con la oscuridad exterior. El reflejo extraño sobre un espejo improvisado. Un ámbar fantasmagórico, sin sentido pero intoxicante. Desenfoco la mirada. Una solitaria lágrima amenaza con formarse, pero muere en el intento. El ardor en los ojos persiste. Suelto el seguro del cinturón. Cierro los ojos tensando cada músculos. Debo despertar del letargo. Antes de bajar del auto repaso la secuencia mientras acaricio el filo del puñal. Medito sobre las alternativas. Creo que no importa ganar o perder, el secreto es seguir en el juego.
sábado, 14 de diciembre de 2013
Pulserín
sábado, 7 de diciembre de 2013
Gratitud
sábado, 23 de noviembre de 2013
Laberinto
Podría mentir y decir que no se cómo es que llegué hasta aquí; pero una vez más estaría buscando problemas. El mismo tipo de los que me trajeron hasta aquí.
A mi alrededor solo veo difusos reflejos de mi mismo, distorsionados en tantas formas como solo mi imaginación seria capaz de producir. No hay a donde ir, no hay una salida a la vista o el menos no la encuentro.
Camino con las manos frente a mi, como un zombi dubitativo. De inmediato mis manos hacen contacto contra el frío cristal de los espejos. Los dedos doblados en ángulos imposibles se quejan de dolor. Camino sin destino, topándome constantemente con inertes obstáculos adornados con un rostro conocido.
Por momentos intento avanzar con los ojos cerrados, preguntándome cómo sería la vida sin cada una de las cosas por las que me arrepiento. Probablemente mejor. Probablemente no.
Los obstáculos se fueros sucediendo mientras el dolor en las manos se intensificaba. Finalmente, uno de los espejos cedió ante la presión, mostrándome un mundo violento e incomprensible, cargado de desigualdad y malicia.
Apoyé la espalda sobre la puerta y ejercí cierta presión hasta sentir como cedía, volviéndose a abrir. Me deslicé con suavidad hacia adentro; proponiéndome invertir el tiempo que sea necesario y golpearme los dedos hasta sangrar, pero conseguir una salida más prometedora.