jueves, 3 de septiembre de 2020

Buen Samaritano

Camino con el cuello del saco levantado, recordándome cambiar mi estúpida costumbre de nunca llevar abrigo. Casi siento las gotas transparentes resbalando desde la nariz. El frío que viene del río atraviesa cada capa de ropa y de piel. Camino a paso acelerado, las piernas y los pensamientos corren casi a la misma velocidad. El frío comienza a disiparse. Tal vez es la velocidad, o tal vez es que tengo muchas cosas mas importantes de que preocuparme. Los conflictos que me atormentan crecen geométricamente. Alguien camina pocos pasos detrás de mí. Acelero. Intento atisbar algún indicio de quién me sigue, pero nadie me sigue. Quien sea se está quedando atrás. Otra vez mis fantasmas me persiguen y empañan la realidad.

El aire me falta, no puedo seguir el ritmo. Un conveniente acceso de tos me salva de la vergüenza de frenar solo por no poder seguir. Aprovecho para girar la cabeza un tanto hacia la izquierda. 

Es solo un tipo. Solo una segunda mirada es suficiente para saber que es un pobre tipo que vive en la calle. Capa sobre capa de ropa sin aparente orden ni lógica, zapatos envueltos en bolsas de nylon y un sombrero que parece salido de una vieja película rusa.

El hombre se me adelanta, por varios metros. No puedo evitar pensar en cómo es que cada uno de nosotros terminó en sus zapatos. Los míos con nombre propio, y los de él envueltos en bolsas de supermercado. Las culpas crecen en mi interior.

A pocos metros veo la lujosa entrada del hotel, junto a ella, el mismo pobre tipo que me había cruzado en el camino. Al llegar me pide ayuda. Lo que sea. No resisto la tentación y le pregunto qué lo llevó a esta situación. No me vende una historia. “Sólo malas decisiones”, me dice. Saco la billetera y separo un par de 100 y la tarjeta del hotel. Le entrego el dinero y la tarjeta. El hombre se queda mudo mirándome. Le explico que es un intercambio. Le pido su abrigo. Dos de ellos en realidad. Le recomiendo que se saque las bolsas de los pies y le indico el piso. Por las dudas le explico que todo está pago.

Me alejo con mis nuevos abrigos, a vagar por las calles de la ciudad de la furia. Por primera vez en años me siento libre. Camino hasta un bar de los mas tristes y oscuros de la ciudad. Me siento en un rincón a beber lo que el cantinero me quiere dar.

Aturdido, vuelvo a caminar sin rumbo. Una estación de subte se ve acogedora. Necesito algo dulce. Compro unos chocolates en el quiosco de la estación y me siento en uno del los incomodísimos asientos de plástico. Me duermo casi de inmediato. Unas horas más tarde, me despierto peor de lo que estaba. Vuelvo la mirada al quiosco y en el TV gigante que cuelga de un costado muestra las noticas urgentes: El ataque mafioso en un lujoso hotel horroriza a los trasnochados.

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