viernes, 25 de noviembre de 2016

Perros


El lugar de moda se me hizo demasiado artificial. Muñecos digitales ultra-perfumados, en un desganado esfuerzo por encontrar esa dosis de efímera compañía. Entré y me dejé llevar. El ambiente parecía propicio para ausentarme temporalmente de la realidad y tal vez profundizar la oscuridad de mis penurias. Dejar que la noche sea quien escriba el final de la historia. Todo sería culpa del destino. 
Me instalé en la barra cual “Dueño de Club” de los ochenta. Pedí una botella de una champaña más que respetable y cuatro copas. Llené la primera y me senté a disfrutar de la vista. En pocos minutos sólo una copa estaba vacía. Mis nuevas compañeras además de buena charla, tenían larga experiencia en relaciones fugaces. No se trataba de seguidoras ni buscadoras, se trataba de dos mujeres acostumbradas a dominar.
Las horas se acumularon junto a las botellas vacías. Los ánimos se oscurecieron y la temperatura subió hasta incomodar. Ambas se mostraron dispuestas. Me dejé llevar, como tenía previsto, y la temperatura trepó aun mas.
A pedido de ellas, nos fuimos juntos, no importa donde. Para la mañana siguiente, confirmé mi teoría sobre los hombres. No somos más que perros. Corremos y corremos tras las ruedas durante toda la vida, pero no sabemos que hacer con ellas cuando las alcanzamos.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Correo


Con la excitación propia del comprador compulsivo, llegué hasta la oficia de Correos en busca de mi más reciente encargo. Una compra tardía que me ayudaría a ganar la admiración de mi hija. La caja más grande de Rasti’s jamás imaginada. La mayor colección de ladrillitos disponibles. El sueño que todos alguna vez tuvimos.
La fila era un poco más que interminable, ocupando la totalidad del local y mas de cincuenta metros del exterior sobre la vereda. No me preocuparon los más de treinta grados y la humedad agobiante estilo selva tropical. Mi mayor preocupación era el horario. Considerando la cantidad de gente y el tiempo restante para el cierre, las probabilidades no parecían estar a mi favor, sobre todo sabiendo que estaba obligado a llevar el regalo ese mismo día.
La cola avanzó a paso lento pero consistente, casi al mismo ritmo en que decaía la batería del celular. Transpirando más por nerviosismo que por la temperatura, me acerqué a la puerta. Casi milagrosamente y con un remanente de 30 segundos debajo del religioso horario de cierre, crucé las puertas de vidrio. Sin cargo de conciencia, el policía de turno le cerró la puerta en la cara a quien caminaba detrás mío y junto a él, los restante desdichados se dispersaron con gestos de derrota.
Algo más relajado me enfrenté a otro dilema, la batería. En el teléfono tenía la confirmación y número del envío. Por las dudas, anoté con cuidado el número que aparecía junto a la esperada frase “Su producto está disponible para ser retirado” y cerré el teléfono prometiéndome no volver a abrirlo hasta que me atendieran.
Mi turno llegó y con el último miliamperio alcancé a mostrarle el número. Casi un milagro, considerando que tecleaba a la asombrosa velocidad de 1 dígito cada cuarto de minuto. Miró fijo la pantalla y ejecutó algunas acciones con la seriedad de quien juega al solitario. A paso lento se alejó de la computadora y desapareció por unos interminables segundos antes de volver al mismo ritmo y teclear nuevamente. 

Dos clicks adicionales y finalmente levantó la vista. Entre dientes murmuró algo que no quise  entender. Cambié ligeramente el tono amistoso y le pregunté dónde estaba el paquete. Su respuesta fue simple y definitiva: “Como le expliqué… si el mail dice que su producto está disponible para ser retirado, eso significa que en siete a diez días podrá retirarlo”.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Sitio



Comenzó como una mañana tensa antes de devenir en un infierno. Habíamos vivido una noche de violencia y salvajismo en la ciudad durante una protesta policial. A mitad de la mañana, algún grupo de genios decidieron que la escalada social era incompatible con el trabajo normal. Es así como después de consultar vaya a saber quién, decidieron liberar al personal de la planta para que vuelvan a su casa. Muchos estaban preocupados, otros expectantes.
El éxodo comenzó casi media hora mas tarde. Los primeros salieron apresurados, tal vez más por las ganas de abandonar el trabajo que por ir a cuidar de los suyos. Un grupo de trabajadores fue enviado a cerrar los portones del fondo, se corrían rumores de algunas industrias siendo saqueadas. Corrí detrás de ellos para confirmar el cierre. Dos de tres portones ya estaban asegurados, pero mientras ponían las cadenas en el tercero la cara de uno de los muchachos se volvió de cera. Trabaron la cadena como pudieron y corrieron en la otra dirección. Pasaron a mi lado y uno de ellos alcanzó a balbucear: “Se metieron… Son un montón.” No lo dudé. Sabía lo que tenía que hacer. Corrí unos pocos pasos hasta una columna señalizada en rojo y bajé la pequeña palanca. La alarma de emergencia se activó con un chillido ensordecedor.
Corrí rumbo al centro de la planta y pude ver que los operadores aceleraban el paso. Fieles al entrenamiento, seguían en orden los caminos previstos. Un dejo de satisfacción me invadió. Al menos algo habían aprendido. Llamé al Gerente de Recursos Humanos y le pasé la novedad. Mi recomendación: desalojar el sitio de inmediato. Traté de mantenerme calmo, pero estoy seguro de no haberlo logrado.
Apuré el paso para comprobar que las oficinas estaban desiertas. Dos rezagados juntando papeles de los escritorios. Tuve que aclararles que no era broma y se rajaran de una vez.
Troté por las escaleras de regreso a la planta. El último grupo salía cual manada compacta rumbo al estacionamiento. Al encarar el pasillo de salida, otro grupo de rezagados salió del baño a la carrera. Confirmé con ellos que eran los últimos y salimos juntos.
A mitad de camino rumbo al estacionamiento, una imagen propia de película y no de otro día en la industria. Dos directivos, que guiándome por el lenguaje corporal, estaban arreando a la gente hacia el estacionamiento pidiéndoles que tomen los autos y salgan de inmediato. Al mismo tiempo alcancé a ver que un grupo de unos treinta o cuarenta empleados desviarse de su camino de salida y tomar rumbo a sector trasero de la planta, a donde calculé se había producido el ingreso de los saqueadores. A la carrera, se agachaban recogiendo piedras, palos y hasta algún caño de más de un metro. Corrí endiablado hacia ellos, buscando frenarlos antes que alguien termine herido. A metros del grupo, alcance a escuchar a uno de los supervisores de producción gritando “Son nuevo o diez pendejos… ¡¡¡Vamos a darle maza!!!” Y así fue. Uno de los cacos que se estaban intentando meter por los portones cerrados se comió un piedrazo en la espalda. A otro, un palo le pasó a centímetros de la cabeza. Al parecer su batería de heroísmo tenía poca carga porque de inmediato corrieron como niñas rumbo al agujero que habían hecho en el alambrado perimetral.
Los gritos de victoria se hicieron sentir como si de los All Blacks se tratara. Me sonó a una estupidez digna de terminar en tragedia. Más desorientado aún me sentí cuando en la retaguardia, (claro) del pelotón alcancé a ver al Director General con un palo en la mano. Lejos de la acción, pero cual agitador callejero. Alguien gritó: “No les vamos a regalar la planta… Nos quedemos!”. Otra señal de alarma se activó en mi cabeza.
Durante unos segundos no supe bien que hacer, me quedé enredado entre correr a buscar un palo, o cumplir con mi función y desalojar el establecimiento. Aún dubitativo me acerqué al grupo de avanzada y traté de convencerlos en que no debíamos exponernos. La adrenalina les impidió siquiera considerarlo. En el otro extremo del predio, los autos salían en aparente sincronización. A mitad de camino, un grupo bastante numeroso de unos cuarenta o cincuenta personas dudaba entre correr a los autos o esperar y ver como seguía la historia.
Los gritos y las corridas comenzaron a sucederse. Unos que intentaban poner algo de cordura, otros que querían salir a matar a quien se acercara al alambrado. No se cuento pasó entre las primeras corridas y las piedras voladoras, pero el primer cascotazo cayó en medio del grupo que había repelido el ingreso. En una explosiva corrida, el grupo se puso a una distancia razonable para evitar ser alcanzados.
Pasaron unos pocos minutos y lo que ya parecía surrealista se convirtió en terrorífico. Como por arte de magia, los cinco muchachitos se multiplicaron en un malón de incontables malandras que parecían nacer de todos los pastizales que rodeaban a la cerca. La situación se tornó en peligrosa. El perímetro se fue poblando de personajes más parecidos a los piratas de Mompracem que a vecinos preocupados por las situación social. Algó pasó, y lo que parecía una curiosidad se convirtió en algo peligroso. Un facción del grupo de agresores se comenzó a mover, rodeando la planta, rumbo al ingreso y al estacionamiento. Juraría que eran al menos unos cuarenta. Palos en las manos, las caras parcialmente cubiertas más sus clásicas gorritas. Miré las puertas a lo lejos y como era de esperar, los portones estaban completamente abiertos para permitir la salida masiva de autos. Vi a uno de los directivos correr al puesto de Guardia. De inmediato uno de los guardias salió corriendo con una cadena mientras los portones se iban cerrado impidiendo la salida de aquellos aún permanecían en la planta. El vigilante pasó la cadena y ajustó el candado, como para darle una protección adicional a las instalaciones. De esa manera, nos encontramos oficialmente sitiados.
Alguien se le ocurrió que en represalia por no poder ingresar, los malvivientes nos destrozarían los autos arrojándoles piedras por sobre el alambrado. El comentario corrió como un virus y de inmediato los que aún quedábamos corrimos a poner nuestros autos a resguardo. En una operación que pereció ensayada, unos treinta autos fueron trasladados desde el estacionamiento hasta los límites del edificio, poniéndolos en círculo cual barricada, lo que por un instante me transportó a las películas de cowboys y sus pintorescas carretas.
Una cascote de cemento me sacó del ensueño, golpeando un metro más adelante y dejando una lluvia de pequeños fragmentos. Los gritos eran interminables, las corridas también. El alambrado pareció poblarse. Como en una película de zombies, los delincuentes aparecían de la nada, de entre la maleza. No quise calcular el número y mucho menos las consecuencias de un potencial ingreso masivo. Otro grito, esta vez bien definido. Un grupo de defensores se corrió hacia el fondo del predio, sin organización alguna y con armas improvisadas a la carrera. Otro intento de ingreso por un corte en el tejido, un tipo ya asomaba la mita del cuerpo a través del alambrado. La sorpresa me la dio una sombra que pasó a mi lado a máxima velocidad rumbo al lugar del ingreso. Un directivo francés, de impecable camisa rosada y corbata, perfectos pantalones de vestir y zapatos puntiagudos de diseñador, con un caño de 3/4 de pulgada de más de un metro en la derecha y una piedra en la izquierda. Se acercó a poca distancia de lugar por donde ya había como cuatro o cinco muchachos con caras tapados. El francés cambió de mano la piedra y lanzó un gancho perfecto alcanzando a uno de los delincuentes en el hombro y revolcándolo por el piso. En respuesta, los atacantes lanzaron una andanada de piedras y palos. Pude ver la trayectoria exacta de una de las piedras, pasando apenas a un par de centímetros de la perfectamente rasurada cabeza del francés. Intenté imaginarme como sería explicar a la casa matriz entre reportes y teleconferencias, como uno de sus compatriotas había terminado con el cráneo fracturado por una piedra. Un frío pegajoso me corrió me corrió por la espalda.
En un destello de loca genialidad, se me ocurrió usar el equipamiento anti-incendios como medio de defensa. Funcionó. En cuando la manguera de 2 pulgadas comenzó a escupir parte del millón de litros que almacenamos en el tanque, el resto de los saqueadores pareció encontrar una buena excusas para mantenerse afuera del perímetro. Algunas piedras y un desequilibrio numérico permitió a ahuyentar a los pocos que habían logrado entrar.
Minutos después volví a ver al francés. Sus ojos mostraban aún cierta exaltación, se lo veía nervioso. No paraba de caminar de un lado a otro. Su camisa mostraba aureolas de transpiración y parecía disfrutar en cierta forma de la situación. No era mi caso.
Los minutos fueron acumulándose hasta sumar horas. Varios intentos de ingreso fueron controlados y cada uno de las llamados que hicimos a las fuerzas de seguridad resultaron en un enorme fracaso. Nadie vino. Seguimos las noticias en nuestros teléfonos y con las radios de los autos, como aquellos domingos de la infancia donde nos sentábamos a escuchar los partidos de fútbol, imaginando el campo y las gambetas.
Durante la tarde, un grupo de policías salió festejando de su acuartelamiento porque finalmente, habían conseguido poner de rodillas a al gobernador y así sumar unos pesos extras. En minutos, la ciudad se fue poblando de patrulleros como si cayeran del cielo. Tardó un buen rato, pero finalmente llegaron a nuestra zona y como por arte de magia, los buenos vecinos que nos habían sitiado desaparecieron en un instante.
Algún figurín corporativo trató de convertir el triste evento en un triunfo motivacional, recalcando lo importante de la unidad entre pares en defensa de la fuente de trabajo, sin entender que es natural convertirnos en hermanos de sangre ante verdaderas amenazas. Lo que no tuvo en cuenta es que ni bien la humareda de los saqueos se disipó, volvimos a buscarnos las yugulares en enfrentamientos estériles.

sábado, 4 de julio de 2015

El Ladrón de Almohadas


Superar la seguridad del barrio me toma cerca de diez minutos, la de la casa no más de cinco. La ausencia de perros hace el trabajo más fácil y relajado. Una vez adentro, un gato sale a mi encuentro con desgano, pero en pocos segundos pierde el interés y desaparece detrás de un sillón.
La casa está en penumbras y así seguirá. Las gafas de visión nocturna me permiten avanzar sin llamar la atención de los guardias o vecinos curiosos. Camino con cuidado hasta las habitaciones. Tal como lo espero hay tres. El primer dormitorio me muestra el contenido clásico de un niño de nueve o diez años. Juguetes regados por el piso y una computadora sobre un diminuto escritorio. Quitándome la mochila me siento sobre la cama, con cuidado. Me toma apenas unos segundos, en una maniobra muchas veces practicada, desplegar la bolsa transparente. Sin quitarme los guantes de látex reforzados, tomo la almohada de la cama revuelta y la coloco en la bolsa. Con el dispositivo que traigo colgando al costado de la mochila, contraigo y sello al vacío la bolsa con un imperceptible silbido. El marcador indeleble me ayuda a clasificar el trofeo. “NO - 7.10 - BP”. Listo la primera.
Cambio de habitación. Esta familia es de manual, por lo que me encuentro con un super-ordenado cuarto de niña. Por las muñecas y juguetes le calculo unos seis o siete años. Quito el iPad de la niña de la cama y lo dejo sobre la mesita de luz. Repito el procedimiento. “NA - 5.7 - BP”. Listo la segunda.
Próxima parada, la habitación de los padres. El espacio es mucho mas grande, una cama king y un sofá de dos cuerpos. Imagino que en los cajones encontraría valiosos tesoros. Sonrío al pensarlo, pero me concentro solo en los tesoros que me interesan. Empaco las dos almohadas de la pareja. “AdC - 30.40 - BP” y para finalizar etiqueto: “DO - 40.50 - BP”.
Con cuatro piezas comprimidas en la espalda me convierto en sombra para desaparecer del barrio. A unas cuadras aprovecho al girar la esquina para invertir la campera y cambiar de color la vestimenta. El auto, anónimo e indistinguible me espera a pocas cuadras.
Contengo las ganas de acelerar. El cosquilleo en la boca del estómago se agudiza conforme se acorta la distancia. Llego a casa y dejo el auto escondido en lo profundo de la cochera. Ya en el interior enciendo algunas luces. El galpón al que por convencimiento llamo “loft" se ilumina apenas. Al fondo, la interminable estantería está a medio llenar. Quince metros de largo por 3 de alto y contenedores perfectamente rotulados y organizados. Me acerco al costado inferior izquierdo. Busco los rótulos, las referencias. Las encuentro de inmediato. No solo porque son perfectas, sino porque además conozco de memoria las ubicaciones.
Retiro primero el contenedor “NO - 7.10 - BP” o lo que es lo mismo: “Niño - 7 a 10 años - Barrio Privado”. Dejo ahí la almohada rotulada con ese código y avanzo dos pasos largos. Encuentro el “NA - 5.7 - BP”, es decir  “Niña - 5 a 7 - Barrio Privado”. Todos son los primeros en su tipo para mi colección. Casi al final de la estantería dejo las almohadas correspondientes a: “Ama de Casa - 30 a 40 - Barrio Privado” y finalmente “Directivo - 40 a 50 - Barrio Privado”
La piel se me eriza de la emoción. Los anaqueles se están completando poco a poco. Pronto tendré todas las opciones disponibles. Será tiempo entonces de asegurar varias muestras de cada categoría. Mi corazón se acelera, cuesta frenar el exceso de adrenalina. Dudo si comer algo antes, pero la ansiedad es más fuerte que cualquier otra urgencia fisiológica. Apago las luces y corro hasta el rincón donde me espera la cama hecha a medida, enorme, como un altar al sueño. Dejo la ropa tirada por el camino, de todos modos no hay nadie que pueda recriminarme.
Casi a punto de acostarme descubro que olvidé lo más importante. Por mucho apurarme, olvido la razón de mi apuro. Medio desnudo vuelvo hasta la enorme estantería y enciendo las luces. Camino de punta a punta los quince metros de hierros y cajas en busca de la perfecta elección. Aparece al final, bajo el rubro "Varios". Recordé algunos de los tesoros que encerraba. Retiro la caja y la abro ansioso. En su interior cuatro almohadas perfectamente organizadas con las etiquetas hacia arriba. Una llama mi atención como un faro. En la etiqueta se lee "InfO - 30.40 - CT". Controlo la cobertura y el sello. Intacto. 
A oscuras en la cama, rompo el plástico que protege a la almohada. Un vaho a pelo grasiento y un perfume desconocido se apoderan del lugar. Respiro hondo y me abrazo a la almohada. Inicio el proceso de relajación, obligándome a llevar la mente hasta el blanco absoluto. Poco a poco las figuras coloreadas y el ruido se van desvaneciendo. En pocos minutos, nada. La mas absoluta nada. En lo que se siente como unos pocos instantes, imágenes que no me pertenecen me invaden. Extrañas sensaciones, irreales pero profundas dominan mi ser. El momento de la conexión se inicia y estoy a punto de apoderarme de los sueños de un experto informático. 

domingo, 22 de marzo de 2015

El Hombre Gelatina


Los albores de un gran día se perfilaban con claridad. El tipo que pronto sería mi jefe acababa de hacerme una oferta. Las dudas, si las había, se terminaron en cuanto lo expresó en simples números. No pude negarme. Mientras me acompañaba hacia la entrada, recibió un llamado y se detuvo pensativo. Con tres dedos me indico que me detenga. Lo hice. Su rostro cambió. “Acompañame” me dijo apurando el paso.
El llamado era de la compañía de celulares. El teléfono que acababan de robarle estaba en el predio. Posiblemente en el portón de acceso. Caminé al lado de mi casi-jefe, un paso detrás a la derecha en señal de apoyo. El tomó el teléfono y marcó en un movimiento rápido. Un instante después nos paramos junto al guardia del ingreso. Luego de una espera que pareció eterna, el teléfono comenzó a sonar en el interior de la oficina de vigilancia. Una chillona melodía salida de las peores influencias de la cumbia inundó el lugar.
Aproveché mi tamaño y avancé un paso más como para cubrirle todo la visual al guardia y el Gerente entonces le disparó una estocada. “Dame el teléfono. Ahora.”
Si pestañear, el pobre tipo comenzó a mutar de color de trigueño hacia el blanco. No de golpe, sino en rítmicas pulsaciones. Metió la mano en el bolsillo y sacó un smartphone tan nuevo que aún conservaba los plásticos protectores. Lo tendió a modo de ofrenda. En cuanto el jefe le sacó el aparato, se quedó con la mirada perdida. El blanco se tornó de golpe en ceniza y los ojos se le fueron hacia atrás cual zombie. De inmediato y como en cámara lenta, el cuerpo se le comenzó a aflojar, como si su interior se licuara. Su cabeza se inclinó a la izquierda y el resto la siguió hasta que el craneo impactó con el filo del escritorio. El ruido sordo pronosticó que algo se había roto. Supuse que el escritorio.
Ya en el piso el vigilante temblaba. Si estaba actuando, era un gran candidato al Oscar. Con dos pasos y un rápido movimiento le apliqué una maniobra fruto de años de entrenamiento en seguridad.
Minutos después el tipo estaba recuperado y con el Escribano junto a él. Si de sumas y restas se trata nuestra vida laboral, diría que mi primer intervención con el "Hombre Gelatina", me valdría los puntos que con seguridad restaría mas adelante.

viernes, 8 de agosto de 2014

Espejo

El auto se mantiene encendido en apenas un ronroneo irregular. Puedo sentir la hipnótica caricia de las vibraciones en la espalda. Me agrada. Suaviza mi respiración hasta el letargo. La incansable llovizna plaga de irregularidades el parabrisas, creando cientos de caleidoscopios junto a las esporádicas luces de automóviles transitando la avenida.
Los acordes de aquella música del pasado supera el sordo murmurar y me calan lo profundo de la conciencia. Los sonidos me hacen viajar y las estrofas simples me obligan a reflexionar. Melodía y letra atraviesan el tiempo y el espacio. Voy con ellas.
Apoyado en el parante, llevo la mirada a los reflejos del tablero de instrumentos sobre la ventanilla. Un triste contraste con la oscuridad exterior. El reflejo extraño sobre un espejo improvisado. Un ámbar fantasmagórico, sin sentido pero intoxicante. Desenfoco la mirada. Una solitaria lágrima amenaza con formarse, pero muere en el intento. El ardor en los ojos persiste. Suelto el seguro del cinturón. Cierro los ojos tensando cada músculos. Debo despertar del letargo. Antes de bajar del auto repaso la secuencia mientras acaricio el filo del puñal. Medito sobre las alternativas. Creo que no importa ganar o perder, el secreto es seguir en el juego.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Pulserín

Lo observé acercarse con cierto esfuerzo a la mesa de restaurante. Vestía unos vaqueros gastados, una camisa azul que por lo menos había vivido dos o tres veranos, combinados con anillos y pulseras de oro por un valor que superaba el de mi casa. Le sonreí indicándole el lugar vacío. Hacía tiempo que necesitaba contactarlo y el encuentro se había demorado más de lo que tiendo a soportar. Hablamos por largo rato. Sobre las condiciones de la economía y los negocios regionales; pasando por las críticas de rigor al gobierno. Charla liviana, sin carga política, para evitar entrar en terrenos que a alguno de los dos le incomode. Le expliqué con detenimiento el proyecto, expresando con mucha claridad los beneficios que traería a la economía del lugar, a su gente y en consecuencia a la comunidad en su conjunto. El me miró con el ceño y los labios fruncidos en claro gesto de preocupación. Respiró hondo y me explicó cuidadosamente que su responsabilidad era para con la comunidad, que mi proyecto podía tener algunas connotaciones complejas, potencialmente peligrosas. Esperé con paciencia. “El diez es para vos”, le dije. “Son como tres palos verdes”, agregué con un susurro. Sus preocupaciones cesaron.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Gratitud


Entramos en silencio a la sala de reuniones del último piso. La tensión se palpaba. Los rumores se habían convertido en el caldo de cultivo de una serie de hipótesis descabelladas. Tal vez una de ellas se haría realidad. Los sillones se llenaron, con excepción del que se encontraba en la cabecera. Fui consciente de la preocupación que crecía en mi interior. Mi propia hipótesis se reforzaba, incrementando la desilusión que sentía. Recorrí el salón con detenimiento. Cada rostro mostraba el ceño fruncido. Se abrió la puerta y quien la atravesó no fue el que todos esperábamos, sino el delegado del consejo de administración. Deduje en un instante lo que seguiría. Inspiré profundamente sintiendo como la ira reemplazaba a la preocupación. Cerré los ojos un instante, manteniendo la respiración al tiempo que contaba hasta cinco. Traté de organizar mis pensamientos y recordar por qué me encontraba allí. Por que luchaba. Las palabras del consejero fueron escasas y titubeantes pero definitivas. El CEO ya no era el CEO y el consejero ya no era el consejero. Alcancé a ver por el rabillo del ojo al Vicepresidente de Calidad clavar sus dedos en la mesa y comenzar a levantarse. Llegué a ponerle una mano en el hombro. El peso y la calidez del contacto le ayudó a reflexionar y volvió a recostarse en la silla. Lo miré fijo a los ojos y articulé con los labios un lento: "tranquilo". El improvisado discurso llegó a su clímax en una serie de innecesarias e injuriosas referencias a su antecesor, lo que sólo logró enfurecer a los presentes; incluyéndome. Un puñetazo en la mesa fue el principio de escándalo y infierno afloró. Se cruzaron palabras duras. Me obligué a intervenir para frenar el desmán y le pedí al flamante CEO si podía darnos unos minutos para componer la situación. Me lo concedió. No disponía de mucho tiempo por lo que opté por un enfoque directo y despiadado. Los conocía a todos desde hacía tiempo y sabía que por encima de todo, ellos contaban con su trabajo y “su” empresa como la manera de definir su existencia. Apelé a eso. Dos de ellos dieron muestras estar a punto de ceder y abandonar la sala. Los confronté y el Vicepresidente de Operaciones, con los ojos vidriosos, me acusó de falta de gratitud para con nuestro líder. No pude evitar recordar una frase del célebre Iósif Stalin, que utilicé de inmediato para romper la tensión. - “¿Gratitud? - les dije - La gratitud es una enfermedad que padecen los perros.” Luego de las roncas carcajadas, la reunión volvió a su curso.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Laberinto


Podría mentir y decir que no se cómo es que llegué hasta aquí; pero una vez más estaría buscando problemas. El mismo tipo de los que me trajeron hasta aquí.
A mi alrededor solo veo difusos reflejos de mi mismo, distorsionados en tantas formas como solo mi imaginación seria capaz de producir. No hay a donde ir, no hay una salida a la vista o el menos no la encuentro.
Camino con las manos frente a mi, como un zombi dubitativo. De inmediato mis manos hacen contacto contra el frío cristal de los espejos. Los dedos doblados en ángulos imposibles se quejan de dolor. Camino sin destino, topándome constantemente con inertes obstáculos adornados con un rostro conocido.
Por momentos intento avanzar con los ojos cerrados, preguntándome cómo sería la vida sin cada una de las cosas por las que me arrepiento. Probablemente mejor. Probablemente no.
Los obstáculos se fueros sucediendo mientras el dolor en las manos se intensificaba. Finalmente, uno de los espejos cedió ante la presión, mostrándome un mundo violento e incomprensible, cargado de desigualdad y malicia.
Apoyé la espalda sobre la puerta y ejercí cierta presión hasta sentir como cedía, volviéndose a abrir. Me deslicé con suavidad hacia adentro; proponiéndome invertir el tiempo que sea necesario y golpearme los dedos hasta sangrar, pero conseguir una salida más prometedora.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Monumento

Durante casi diez años nos guió con mano de hierro, pero olvidando a menudo calzarse el guante de seda. De alguna manera, se las arregló para limar cada una de nuestras explosiones de creatividad, de condicionar nuestro libre albedrío y reducir a polvo cada insignificante expresión de humanidad. 
Así fuimos arrastrados por tiempos violentos, tiempos de paz, tiempos buenos y malos; soportándolo, apoyándolo y odiándolo en secreto. Los años pasaron y la realidad fue forjándose a la medida de nuestro indiscutible líder; confirmando que quien se prepara para lo peor, a menudo lo consigue.
Hoy nos reunimos frente a este monumento para honrar su memoria, en medio de los tiempo confusos que vivimos como consecuencia de su inesperada evanescencia. Comprendimos que ya no nos guía ni nos acompaña, tan sólo su recuerdo permanece grabado a fuego en nuestra memoria. Algo que esperamos se erosione con el paso del tiempo. 
La turba se fue alejando. Los rumores a cerca de la desaparición de nuestro Salvador aún recorren los pasillos. Todos apuestan por el mito de su escape a la vida idílica en algún paraíso tropical, pero nuestro pequeño grupo ruega porque nadie tenga la idea de inspeccionar dentro de la estatua.