viernes, 8 de agosto de 2014

Espejo

El auto se mantiene encendido en apenas un ronroneo irregular. Puedo sentir la hipnótica caricia de las vibraciones en la espalda. Me agrada. Suaviza mi respiración hasta el letargo. La incansable llovizna plaga de irregularidades el parabrisas, creando cientos de caleidoscopios junto a las esporádicas luces de automóviles transitando la avenida.
Los acordes de aquella música del pasado supera el sordo murmurar y me calan lo profundo de la conciencia. Los sonidos me hacen viajar y las estrofas simples me obligan a reflexionar. Melodía y letra atraviesan el tiempo y el espacio. Voy con ellas.
Apoyado en el parante, llevo la mirada a los reflejos del tablero de instrumentos sobre la ventanilla. Un triste contraste con la oscuridad exterior. El reflejo extraño sobre un espejo improvisado. Un ámbar fantasmagórico, sin sentido pero intoxicante. Desenfoco la mirada. Una solitaria lágrima amenaza con formarse, pero muere en el intento. El ardor en los ojos persiste. Suelto el seguro del cinturón. Cierro los ojos tensando cada músculos. Debo despertar del letargo. Antes de bajar del auto repaso la secuencia mientras acaricio el filo del puñal. Medito sobre las alternativas. Creo que no importa ganar o perder, el secreto es seguir en el juego.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Pulserín

Lo observé acercarse con cierto esfuerzo a la mesa de restaurante. Vestía unos vaqueros gastados, una camisa azul que por lo menos había vivido dos o tres veranos, combinados con anillos y pulseras de oro por un valor que superaba el de mi casa. Le sonreí indicándole el lugar vacío. Hacía tiempo que necesitaba contactarlo y el encuentro se había demorado más de lo que tiendo a soportar. Hablamos por largo rato. Sobre las condiciones de la economía y los negocios regionales; pasando por las críticas de rigor al gobierno. Charla liviana, sin carga política, para evitar entrar en terrenos que a alguno de los dos le incomode. Le expliqué con detenimiento el proyecto, expresando con mucha claridad los beneficios que traería a la economía del lugar, a su gente y en consecuencia a la comunidad en su conjunto. El me miró con el ceño y los labios fruncidos en claro gesto de preocupación. Respiró hondo y me explicó cuidadosamente que su responsabilidad era para con la comunidad, que mi proyecto podía tener algunas connotaciones complejas, potencialmente peligrosas. Esperé con paciencia. “El diez es para vos”, le dije. “Son como tres palos verdes”, agregué con un susurro. Sus preocupaciones cesaron.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Gratitud


Entramos en silencio a la sala de reuniones del último piso. La tensión se palpaba. Los rumores se habían convertido en el caldo de cultivo de una serie de hipótesis descabelladas. Tal vez una de ellas se haría realidad. Los sillones se llenaron, con excepción del que se encontraba en la cabecera. Fui consciente de la preocupación que crecía en mi interior. Mi propia hipótesis se reforzaba, incrementando la desilusión que sentía. Recorrí el salón con detenimiento. Cada rostro mostraba el ceño fruncido. Se abrió la puerta y quien la atravesó no fue el que todos esperábamos, sino el delegado del consejo de administración. Deduje en un instante lo que seguiría. Inspiré profundamente sintiendo como la ira reemplazaba a la preocupación. Cerré los ojos un instante, manteniendo la respiración al tiempo que contaba hasta cinco. Traté de organizar mis pensamientos y recordar por qué me encontraba allí. Por que luchaba. Las palabras del consejero fueron escasas y titubeantes pero definitivas. El CEO ya no era el CEO y el consejero ya no era el consejero. Alcancé a ver por el rabillo del ojo al Vicepresidente de Calidad clavar sus dedos en la mesa y comenzar a levantarse. Llegué a ponerle una mano en el hombro. El peso y la calidez del contacto le ayudó a reflexionar y volvió a recostarse en la silla. Lo miré fijo a los ojos y articulé con los labios un lento: "tranquilo". El improvisado discurso llegó a su clímax en una serie de innecesarias e injuriosas referencias a su antecesor, lo que sólo logró enfurecer a los presentes; incluyéndome. Un puñetazo en la mesa fue el principio de escándalo y infierno afloró. Se cruzaron palabras duras. Me obligué a intervenir para frenar el desmán y le pedí al flamante CEO si podía darnos unos minutos para componer la situación. Me lo concedió. No disponía de mucho tiempo por lo que opté por un enfoque directo y despiadado. Los conocía a todos desde hacía tiempo y sabía que por encima de todo, ellos contaban con su trabajo y “su” empresa como la manera de definir su existencia. Apelé a eso. Dos de ellos dieron muestras estar a punto de ceder y abandonar la sala. Los confronté y el Vicepresidente de Operaciones, con los ojos vidriosos, me acusó de falta de gratitud para con nuestro líder. No pude evitar recordar una frase del célebre Iósif Stalin, que utilicé de inmediato para romper la tensión. - “¿Gratitud? - les dije - La gratitud es una enfermedad que padecen los perros.” Luego de las roncas carcajadas, la reunión volvió a su curso.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Laberinto


Podría mentir y decir que no se cómo es que llegué hasta aquí; pero una vez más estaría buscando problemas. El mismo tipo de los que me trajeron hasta aquí.
A mi alrededor solo veo difusos reflejos de mi mismo, distorsionados en tantas formas como solo mi imaginación seria capaz de producir. No hay a donde ir, no hay una salida a la vista o el menos no la encuentro.
Camino con las manos frente a mi, como un zombi dubitativo. De inmediato mis manos hacen contacto contra el frío cristal de los espejos. Los dedos doblados en ángulos imposibles se quejan de dolor. Camino sin destino, topándome constantemente con inertes obstáculos adornados con un rostro conocido.
Por momentos intento avanzar con los ojos cerrados, preguntándome cómo sería la vida sin cada una de las cosas por las que me arrepiento. Probablemente mejor. Probablemente no.
Los obstáculos se fueros sucediendo mientras el dolor en las manos se intensificaba. Finalmente, uno de los espejos cedió ante la presión, mostrándome un mundo violento e incomprensible, cargado de desigualdad y malicia.
Apoyé la espalda sobre la puerta y ejercí cierta presión hasta sentir como cedía, volviéndose a abrir. Me deslicé con suavidad hacia adentro; proponiéndome invertir el tiempo que sea necesario y golpearme los dedos hasta sangrar, pero conseguir una salida más prometedora.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Monumento

Durante casi diez años nos guió con mano de hierro, pero olvidando a menudo calzarse el guante de seda. De alguna manera, se las arregló para limar cada una de nuestras explosiones de creatividad, de condicionar nuestro libre albedrío y reducir a polvo cada insignificante expresión de humanidad. 
Así fuimos arrastrados por tiempos violentos, tiempos de paz, tiempos buenos y malos; soportándolo, apoyándolo y odiándolo en secreto. Los años pasaron y la realidad fue forjándose a la medida de nuestro indiscutible líder; confirmando que quien se prepara para lo peor, a menudo lo consigue.
Hoy nos reunimos frente a este monumento para honrar su memoria, en medio de los tiempo confusos que vivimos como consecuencia de su inesperada evanescencia. Comprendimos que ya no nos guía ni nos acompaña, tan sólo su recuerdo permanece grabado a fuego en nuestra memoria. Algo que esperamos se erosione con el paso del tiempo. 
La turba se fue alejando. Los rumores a cerca de la desaparición de nuestro Salvador aún recorren los pasillos. Todos apuestan por el mito de su escape a la vida idílica en algún paraíso tropical, pero nuestro pequeño grupo ruega porque nadie tenga la idea de inspeccionar dentro de la estatua.

lunes, 8 de abril de 2013

Balcón

Al descubrir los primeros anticipos del verano, decidimos reunimos con un grupo de íntimos a pasar el rato. Unas pizzas caseras y unas cervezas heladas eran lo necesario para festejar el tan esperado cambio de temporada.
El encuentro se fue transformando de a poco en festejo, las cervezas cambiaron de color y de graduación antes de darnos cuenta. Para cuando la música alcanzó el nivel de visita policial había varias caras que desconocía, lo que para una reunión de amigos es bastante extraño.
Algo después de las dos de la mañana, la vecina del anfitrión se mostró bastante afligida por no poder entrar a su departamento. Por lo visto, había dejado las llaves adentro y de pronto le era imperioso regresar. Corroborando la tesis que indica que el alcohol te da agallas pero te quita cerebro, me ofrecí cruzar el insignificante espacio que separaba los balcones de ambos departamentos. Con un grupo de borrachos alentándome, traspasé la barrera y enfrenté al vacío. Medí cuidadosamente el espacio, calculé la distancia y la fuerza que necesitaba emplear para alcanzar sin problemas el otro lado. Inspiré con fuerza y exhalé de la misma manera. Para la tribuna.
El salto fue perfecto, mis manos alcanzaron la baranda si dificultad. El único problema fue que por lo visto, las instrucciones no llegaron correctamente a mis piernas porque en lugar de sentir la seguridad del borde del balcón bajo mi zapato, pude escuchar como la punta raspaba contra el cemento del exterior. Luego fue como sí alguien tirara de mis piernas. Las manos no me respondieron con la velocidad necesaria y para cuando quise abrir la boca ya iba a mitad de camino rumbo a la vereda.
El impacto fue áspero. O al menos así lo recuerdo. El apagón inicial se transformó en una bruma espesa. Inmóvil, dejé correr la mirada sobre el suelo, sin mirar; corriendo una especie de diagnóstico del sistema. El costado izquierdo del cuerpo me dolía. Mucho. No era sorprendente ya que segundos antes había aterrizado sobre el. Intenté mover el cuerpo con cierto éxito. Ante el primer movimiento, una andanada de salvajes carcajadas explotó sobre mi. Al menos, los buenos amigos esperan hasta comprobar que te escapado de la muerte antes de comenzar a llorar de la risa. Los oí alabar mis condiciones de hombre araña, mi capacidad de salto y por sobre todo, mi gracilidad gatuna para caer. Según ellos, caí como un ladrillo de cemento.
Más tarde, descubriría que me había fracturado la clavícula, pero en ese momento solo era dolor y algo de vergüenza. Me levanté con la rapidez del adolescente que se ha caído de la bicicleta frente a un grupo de chicas. Nadie bajó a darme una mano. Seguro estaban ocupados revolcándose de la risa a mis expensas. Caminando con pasos lentos y cortos, encaré la puerta. Toqué el portero y me preparé para recibir las bromas que por supuesto llegaron. Las soporté como un caballero a través del aparato y pasé. Aún entre risas, me ofrecieron distintas clases de anestesias líquidas. No pude evitar el tener que contar una y otra vez la secuencia de hechos bochornosos.
La noche se hizo día sin que nos diéramos cuenta. Aún después de la cantidad de anestésicos bebidos, el dolor persistía. La hinchazón comenzó a verse preocupante, por lo que no tuve más alternativa que ir al hospital.
Sentado en la sala de espera en medio de un dolor palpitante y creciente, me pregunté que habría sido de la vecina. Supuse que de alguna manera debería haber logrado entrar. Apoyado contra la pared, estimé que sería lo correcto prometerme no volver a beber, pero finalmente decidí que bastaría con prometerme no volver a saltar de un balcón.

sábado, 23 de marzo de 2013

Llaves


La sonrisa ausente en su rostro de portada me advirtió a cerca del cataclismo que se avecinaba. No me sorprendió, debería reconocer; pero la situación profundizó mi sensación de tristeza; de vacío.
Para tan triste y anunciado final, no podría señalar más motivos que una encubierta y descarnada lucha de poder. El tradicional y enraizado comportamiento del macho de antaño que intenta dominar y someter; contra la irrefrenable energía del mundo del modelaje. Las fiestas interminables, los múltiples viajes y los cheques exorbitantes fueron abriendo una brecha entre enamorado perdido y el estúpido machista. Tal vez fue su belleza descomunal o el que me abriera las puertas de su hogar lo que acabó por desbarrancar los restos de nuestra relación. 
Las refriegas fueron creciendo y el tema no tratado del poder se convirtió en un tercero. Ella, como siempre, me miró sorprendida, Mis retorcidos razonamientos habían sido un misterio desde el comienzo para su inquebrantable personalidad, defensora de la libertad y de la vida sin preocupaciones. 
Fue en ese momento, en ese último instante donde el entendimiento absoluto me alcanzó. Lástima que la iluminación me llegó justo cuando mis más duras palabras afloraban y en el que su paciencia se agotaba. La sonrisa le volvió al rostro, pero ya sin la calidez habitual; devolviéndome una respuesta tajante a mi último y estúpido análisis filosófico. “¿Balance de poder? ¡Las llaves son poder!” Me dijo antes de quitármelas de la mano, acompañarme hasta la puerta y cerrármela en la cara.

viernes, 1 de febrero de 2013

Kilómetros

Cuando se terminaron de borrar los flashes de mi retina, y ya la gente comenzaba a retirarse del lugar, caí en la cuenta que en las manos cargaba un gigantesco cheque por un millón de kilómetros aéreos. Me quedé solo en el escenario, con las piernas temblorosas y sin saber que hacer. Una muchacha muy educada me acompañó con gentileza hasta una oficina y me explico que debía devolver el cheque; ella me daría un documento que me aseguraba el premio. Yo me negué educadamente a entregarlo y entonces la chica me explicó que solo se trataba de una cuestión de Marketing. Insistí en que yo no sabía nada de Marketing, pero no me iba sin el cheque. Andaba en una camioneta y no tendría problemas en llevarlo. Al final, perdió la paciencia, me dio el cheque y los documentos. Una firma aquí, otra allá y un escribano legalizó el acto.
Manejé con cuidado, decidido a encarar a mi jefe con la noticia. La oficina estaba como cada día. Los cubículos llenos de gente como yo; aburrida, no tengo por que mentir. Caminé hasta el fondo, a paso rápido. Algunos de los muchachos se acercaron a felicitarme. Las noticias corren rápido en una oficina. Otros solo me miraron sonrientes, asintiendo levemente con la cabeza, pero con la mirada cómplice.
La charla con el gran jefe fue corta y sorprendentemente positiva. Tal vez porque al tipo le gusta viajar más que a Marcopolo, pero ni siquiera tuve que solicitarle la licencia, o mostrarle la carta amenazante de "renuncia" para reforzar mi posición. En cuanto crucé la puerta, se paró para felicitarme y me ofreció una licencia, sin goce de sueldos, claro. Acepté encantado y corrí como un desquiciado por miedo a que se arrepienta.
Volví a casa con el característico cosquilleo en las tripas, propio de enfrentar un extraordinario desafío. Corrí hasta el escritorio y me encorvé sobre las hojas del contrato para estudiarlo. Me salté como pude el palabrerío leguleyo y me fui directamente a lo importante. Cuántos kilómetros y como usarlos. El resto, me pareció innecesario. 
Me conecté a la red y contrario a la costumbre no abrí el Mail, sino que fui directamente al sitio de la aerolínea. Seguí las instrucciones del contrato y activé mi cuenta. Casi perforo la tecla del Mouse tratando de refrescar la pantalla para ver el valor actual. El vacío en el estómago me indicó que era el momento. Un millón. Ni una más ni una menos. 
Saqué del bolsillo el papel con la lista de lugares que cargaba desde que me enteré del premio. Doblado en cuatro partes iguales, contenía la esencia de mis sueños. Un listado ajustado, ordenado y detallado propio los distintos destellos de mi mente organizada. Mis lugares soñados. Clásicos, casi aburridos.
Abrí una planilla de cálculo y cargué las ubicaciones de los lugares que ansiaba visitar, los organicé de acuerdo a la ubicación buscando minimizar la cantidad de kilómetros necesarios para canjear. En una columna los lugares, en la otra los kilómetros. Luego de tres horas me estiré en la silla, a gusto con el resultado. Con casi la mitad de los puntos consumidos, lograba tocar todos los destinos de la lista. 
En otro arranque de imprevisibilidad, volví a la ventana con la página de la Aerolínea e intenté canjear el primer tramo. Mi absoluto desconocimiento sobre el tema me permitió completar con la fecha más simple de imaginas. De inmediato. Como no había disponibilidad, volví a probar con el día siguiente. No me sorprendió en ese momento que hubiera un lugar disponible. Supuse que viajar solo hacía más fácil encontrar un lugar libre. Narcotizado por la facilidad de la compra, me dejé llevar y completé la reserva del recorrido tal como lo imaginaba. El cuerpo me tembló por tan solo pensar en que viajaría en avión por primera vez. 
De pronto me di cuenta que restaban doce horas para la salida del vuelo. El viejo “Yo” retomó el control. Comencé a preparar la valija; algo de ropa. Sólo lo necesario. Ni un solo espacio libre, de acuerdo a las recomendaciones que encontré en línea. Consulté otra vez la impresión recién hecha con las instrucciones respecto al equipaje. Dos bultos de veintitrés kilos. Uno más de lo que necesitaba. La idea era viajar ligero. Lo necesario para moverme rápido y sin demasiadas restricciones. Un bulto de mano, podría ser una mochila. La cámara de fotos y un par de cosas de primera necesidad, más que suficiente.
Dormí inquieto. Tal vez por el nerviosismo de mi primer viaje internacional, o tal vez sólo por romper la rutina. Desperté diez minutos antes de lo normal, aun quedaban algunas cosas por organizar. Revisé la cámara de fotos, funcionaba bien. Cargué varias tarjetas de memoria. Después de imprimir los tickets electrónicos de la aerolínea, caminé unas pocas cuadras hasta el banco y retiré de mi cuenta parte del dinero que precavidamente había logrado reunir gracias a una vida austera. 
La mañana se me deshizo en jirones y el mediodía casi me toma por sorpresa mientras aseguraba los hoteles para los primeros destinos. El resto los haría durante el viaje, aunque me costara una úlcera. Corrí al aeropuerto después de dejarle las llaves de la casa a un vecino y prometerle llamar de vez en cuando para confirmar que todo estaba en orden. Pasé los controles de rutina sin mayores sobresaltos y esperé con ansias el poder montarme en uno de esos cacharros. La realidad fue menos idílica que la imaginación, como de costumbre. Un cosquilleo en el estómago y allá fuimos, estábamos en el aire. Un vuelo sin sobresaltos. Un vuelo tranquilo.
A partir de ese momento, la realidad se convirtió en una suerte de sueño, enmarcado en datos e imágenes que sólo a lo largo del tiempo lograré descifrar por completo. Un poblado de piedras abandonado, una ciudad de islas y canales, pirámides en medio de la selva o rodeadas de arena, un anfiteatro en ruinas, una torre en simetría, una catedral de infinitas  caras, islas de agua transparente, extensas piscinas de reflejos barrocos y una isla de acero y vidrio.
Volví tres meses más tarde, mareado por una experiencia sin igual y por el torbellino de recuerdos. Sin avisar a nadie, me recluí en casa a descansar. Dormí cerca de catorce horas corridas, sin siquiera abrir los ojos. El primer descanso real en mucho tiempo. Desperté aturdido, sin saber dónde estaba, confundido por la oscuridad de la habitación y despistado después de haber recorrido tantas habitaciones y horarios. Finalmente estaba en casa. A salvo y lleno de recuerdos.
Con cierto pesimismo y el presagio de una catástrofe certera, busqué el bolso de la cámara, convencido que cuando intentara recuperar las fotos, ninguna tarjeta sería legible y así el cúmulo de recuerdos que entonces me superaba se desvanecería como arrastrado por la corriente de un río invisible. Como ocurrió durante todo el periplo, la desgracia que intuía no se concretó y una vez más, quedé sorprendido y aliviado. Las miles de fotos se descargaron cual cascada multicolor. Diversos ángulos, diversas combinaciones de aperturas y velocidades, diversos filtros, diversos horarios e iluminación para los mismos sujetos. Lo que fuera por asegurar un puñado de fotos perfectas.
Pasé el día encerrado. Leyendo algunos mails y organizando la monstruosa cantidad de imágenes. Las que contenían algún defecto insalvable, cayeron bajo el poder de mi dedo sobre el temido “delete”. El resto quedaron en espera de ser revisadas, retocadas y mejoradas. No hubo otra actividad ese día. No hubo llamadas telefónicas ni otro comportamiento social. Sólo vagué por la casa envuelto en una niebla de irrealidad. No pasaron muchas horas hasta que el sueño finalmente me venció.
La mañana siguiente fue diferente. Me desperté en cuanto asomó el sol, lleno de energía, centrado y enfocado en lo que seguía a continuación. Me senté frente a la computadora y me zambullí en la cuenta online de la aerolínea. Leí algunas líneas y al final encontré la opción para cancelar la cuenta. El sistema insistió en que revisara antes de borrar la cuenta. “Aparentemente quedan algunas kilómetros en la cuenta”. Ya lo creo, pensé con una sonrisa. Como medio millón. Hice click en “Aceptar”. Una ducha rápida y me vestí formal. Conduje hasta el la oficina y comuniqué mi retorno definitivo. 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Ineludible

Ya no estás, pero recorres el ambiente en espasmos ciertos. Ya no estás pero recorres sus mentes inquietas. Ya no estás pero cada paso que dan sus vidas se entrelazan con los pasos que diste alguna vez.
El silencio está a tu alrededor pero el estruendo los atormenta. Nada queda por recordar, nada queda por escuchar, nada queda por descifrar. La cordura es el menaje que alguna vez perseguiste, pero te detuviste a mitad de camino buscando aquella vieja melodía.
Sueños, que en tu mirada alguna vez se vieron, mientras contabas tus cuentos a orillas de la niebla. Niebla que nos cubre, pero te siento cerca. Aquella luz la eclipsa con su fuerza y esplendor; y te siento cerca. Tan cerca que es confuso, tan cerca que estalla en aquellos recuerdos que me embargan y me atormentan.
La distancia es irrelevante. La melodías se convierten en puentes, de pronto solo quedan bancos de niebla y vientos desde lo profundo del mar. 
Es tiempo de avanzar, de no quedarse en el tiempo. Avanzar, no te quedes en el viento. Es parte del espacio; y cuando el latido de las miradas que se fueron se apaguen lo ineludible se hará realidad.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Fraude


Esperé sentado frente a las oficinas de “Crédito Federal” intentando dominar la bronca que me hacía rechinar los dientes. La carpeta de papel en la mano izquierda contenía la información que había logrado recopilar sobre el asunto; en la derecha el viejo y despintado Nokia que se negaba a dejar correr los minutos. Las 9:00am. En punto. Volví a controlar la entrada. Continuaba cerrada.
Me vi obligado a esperar otros seis minutos hasta que llegó el primero de los empleados. Lo vi pararse junto a la puerta. El guardia se asomó detrás de la persiana americana. Después de él comenzaron a aparecer empleados de todas direcciones. Los pude reconocer con facilidad por sus trajecitos grises y camisas blancas. Tan insulsos, tan aburridos.
Entré como un ladrillazo por la puerta de blindex. Poco me faltó para atravesar el vidrio sin molestarme en abrirla. Encaré al primer muchachito de gris que encontré tras una computadora y me encargué de meterle tanto miedo que en pocos minutos estaba detrás del gran escritorio de madera sólida, con un café en la mano y un un puñado de empleados alrededor entrando y saliendo con papeles e impresos de computadora. Me mostraron el legajo. Según los papeles, yo había sacado un préstamo de treinta mil pesos. Personal, o impersonal mejor dicho. Lo único que tenían era una fotocopia de mi Documento de Identidad y un impuesto de la casa. Las firmas eran apenas parecidas. Traté de comprender cómo les era tan fácil entregar treinta mil pesos a cualquiera. El problema era que según su retorcido punto de vista, ahora era mi problema pagar la deuda.
Continué revisando el puñado de papeles que acumulaban bajo mi numero de cliente. Todo se veía pulcro y sin errores, excepto que alguien se había llevado los billetes que ahora me reclamaban con ayuda de unos diligentes abogados. Busqué indicios de quién podía ser el responsable. Demandé saberlo. Supliqué saberlo, pero al parecer nadie podía encontrar ninguna pista. Al final, se disculparon y me dieron a entender con gentileza que no había nada que indicara que yo mismo no había recibido el dinero. La operación figuraba en efectivo. Sin mayores detalles. 
La solución era que presente una nota desconociendo la deuda. Una nota. Podía imaginarlos reunidos alrededor de la nota, ahogados por las carcajadas y arrodillándose para no caerse al piso.
En la desesperación previa a que me obligaran a salir, alcancé a manotear un una porción de un post-it con unos garabatos. Me quedé parado en la vereda tratando de interpretar lo que contenía. Números. Una sigla. No soy muy inteligente, ni creativo, pero lo primero que pensé fue en un número de cuenta y el nombre de un banco. O un número de teléfono y el nombre de una persona. Resultó ser la explicación más simple, como casi siempre. Era la segunda opción. Me tomó sólo unos pocos minutos y una llamada a un viejo amigo, amo y señor de las redes. Junto con el teléfono y el nombre, apareció una dirección. Contra toda lógica, decidí tomarme un taxi y hacerle una visita al Sr Bartolomeo Mujica. 
El viaje fue corto, hasta un barrio cercano al centro. La casita se veía bien, pequeña pero bien cuidada. Toqué el timbre sin saber lo que iba a decir. Por un momento esperé que nadie contestara para tener algo de tiempo para pensar. No tuve tanta suerte. De inmediato, se asomó una mujer joven. Bastante bonita y con mucho potencial. Me preguntó que quería y le contesté que buscaba al Sr. Bartolomeo, como si lo conociera. Noté una ligera mueca atravesar su rostro en cuanto nombré al tipo. Al principio creí que era causada por un dejo de tristeza, pero luego tomé supe que se trataba de pura y simple bronca contenida. Aparentemente, Don Bartolo había estafado a más de uno, y la semana anterior la policía lo había invitado a visitar sus instalaciones por un largo periodo. Un problema con una chequera extraviada, según entendí.
Ella se disculpó conmigo y de inmediato me invitó a pasar. Con una taza de té en la mano, esperé mientras ella buscaba algo que no entendí bien de que se trataba hasta que volvió. Según me explicó, acababa de descubrir un cuaderno con las anotaciones de su (ex)novio. Un detallado tratado sobre las más variadas estafas. Cheques, tarjetas de crédito, celulares. Las mil maneras de joderle la vida a alguien.
Me preguntó cuanto me había robado. Le di la cifra y se mantuvo unos segundos en silencio. Preguntó la fecha en que había sido la operación. Buscó en el cuaderno. En esa fecha solo existía un registro. Treinta mil pesos. Al costado, un comentario escrito en rojo: Tailandia. Lo leí por encima del hombro de la chica y me quedé mudo esperando una explicación. Fue muy simple, mi dinero había comprado los paquetes turísticos con los que el tipo esperaba recuperar una relación condenada.  
Es increíble la cantidad de información que una chica avergonzada puede darle a un completo extraño. Supe además que la fecha del viaje; no sería hasta dentro de tres semanas. Una lástima que Bartolo iba a estar bastante ocupado como para viajar.  Mientras hablábamos ella siguió revisando el cuaderno sin mucha convicción, al final, encontró un grupo de hojas impresas dobladas en dos. En ellas estaban los tickets electrónicos, las reservas y las confirmaciones para el viaje. Ella me miro a los ojos y extendió las hojas hacia mi en un gesto de disculpas. Ahí estaba mi dinero, treinta mil pesos reducidos a una pobre impresión en colores. Tomé las reservas y después de otra infusión me fui a casa con una mezcla de alivio y decepción. Esa noche me acosté temprano, cansado y algo aturdido. 
Después de más de tres horas de ser ignorado por el sueño, dejé la cama rumbo a la cocina. Pensé en tomar algo caliente, pero finalmente opté por por una generosa medida de whisky. Minutos después me serví otra, para darle una mano al sueño, pero tampoco ayudó demasiado. Volví la mirada y los impresos seguían sobre la mesada, junto al teléfono. Me dejé llevar por el impulso que había estado reprimiendo. Marqué los diez números y esperé. No supe que decir y las palabras solo  brotaron: "Es más fácil cambiar nombres que recuperar el dinero... Y es más fácil cambiar uno que dos nombres. ¿Vamos?"

sábado, 16 de junio de 2012

Poderes

Tengo todo lo que quiero; y vivo sin las restricciones de esta vida desenfrenada gracias al éxito de mis últimos proyectos. Los vaivenes de la economía mundial son sólo palabras ininteligibles para mi, llenas de forzado negativismo, producto de comunicadores apocalípticos, sedientos de un miserable instante de atención.
El campo de golf aparenta ser infinito, aunque puede que yo lo crea infinito, tal vez por el confort de mi sillón italiano o tal vez sea por la brisa de verano que se cuela por estos inmensos ventanales. El aire tibio me acaricia el cuerpo desnudo, como realzando su belleza. No tengo vergüenza ni falsa modestia que me obligue a cuidar mis palabras. No lo necesito y no me interesa cambiar.
Mi flamante ultra-notebook de aluminio está cargada de conceptos al menos gloriosos, de los que se hablará por generaciones. Pero hoy prefiero pasar el día recorriendo los más de quinientos canales de satélite que me ofrece monstruosa pantalla LED. Me dejo llevar de a ratos por programas intrascendentes o sucumbiendo a los impulsos consumistas, acumulando.
Tengo una visión única y extraordinaria de la realidad que me permite adelantarme a los hechos, y he desarrollado maravillosos poderes de observación. Es por eso se que cuando intente llamarte, nadie contestará.


Este cuento es algo así como una reversión, o un plagio descarado tributo a Roger Waters y su pandilla: Pink Floyd. Digo descarado porque escuchando la letra tomé conciencia que ya era un microcuento en si misma, y que no había mucho por hacer, mucho menos intentar corregir al Gran Jefe ;) Aquí la letra original:


Nobody Home (Waters – The Wall)
I've got a little black book with my poems in.
 
Got a bag with a toothbrush and a comb in. 

When I'm a good dog, they sometimes throw me a bone in.
 
I got elastic bands keepin my shoes on.
 
Got those swollen hand blues.

Got thirteen channels of shit on the T.V. to choose from.

I've got electric light. 
And I've got second sight. 

And amazing powers of observation. 

And that is how I know 

When I try to get through 
On the telephone to you
 
There'll be nobody home. 




I've got the obligatory Hendrix perm. 
And the inevitable pinhole burns 

All down the front of my favorite satin shirt. 

I've got nicotine stains on my fingers. 

I've got a silver spoon on a chain. 

I've got a grand piano to prop up my mortal remains.

 
I've got wild staring eyes. 

And I've got a strong urge to fly. 

But I got nowhere to fly to. 
 
Ooooh, Babe when I pick up the phone 
There's still nobody home. 


I've got a pair of Gohills boots
and I got fading roots

jueves, 7 de junio de 2012

El Día Más Frío

La noche cayó sobre las sierras, como si no hubiera soportado el peso del invierno. Noté mi falta de planificación cuando puse un pie en la calle, vestido de camisa suelta cual zar de la droga caribeño. El grado y medio bajo cero me pateó en la espalda sin contemplaciones.

Aún recuerdo nuestros intentos desesperados por hacer funcionar aquella vieja camioneta, empujándola de esquina a esquina como desquiciados. Escuchamos el motor patear y toser, explotando de vez en cuando. Transpirados, conseguimos que el viejo diésel se encendiera en medio de una humareda agria. Fue música para nuestros oídos que indicaba el inicio de una noche llena de promesas.

El se asomó a la calle, para prevenirnos. Vivíamos el día mas frío del año y no había apuro por iniciar aquel raid nocturno. Nos invitó tomar algo caliente. Logró convencernos a medias, porque optamos por saborear su mejor whisky en lugar del café recién filtrado que nos ofrecía. Sentados alrededor de la mesa, lo escuchamos compartir una pequeña porción de su sabiduría; desde el valor del esfuerzo y el trabajo, hasta el aprovechar cada momento con la familia.

En aquel entonces no comprendimos la profundidad de su mensaje y tan solo nos dedicamos al apartado de disfrutar el momento. Hoy pudo haber sido el día mas frío de este año, y si bien él no estuvo para advertirnos, nosotros estamos mucho más cerca de comprender el mensaje.

domingo, 3 de junio de 2012

Equipaje

Mi naturaleza en extremo precavida me obligó a repasar la lista, aunque conociera cada ítem de memoria. Revisé por ultima vez la maleta recién comprada, solo para asegurarme que tuviera las dimensiones correctas. No había conseguido la misma marca, y no quería correr riesgos. Le quité las etiquetas y el plástico protector. Hora de empacar.

Siguiendo el orden de manera rigurosa, empaqué cada uno de los elementos del inventario. Un traje, cinco camisas, cinco calzoncillos, cinco pares de medias, un par de zapatos, un par de zapatillas, tres remeras, una campera y unos pantalones; además de unos cuantos accesorios. Todo nuevo, a estrenar. Después de tildar el ultimo punto, dejé el papel sobre la ropa antes de cerrar la maleta. La etiqueta de la valija ya tenia mi nombre y en la esquina superior derecha le agregué un diminuto "7". Di unas vueltas por la habitación para un último e innecesario control. Todo en su lugar. Revisé la billetera. Tenía algunos dólares, suficientes para moverme. Sólo restaba cargar el pasaporte con el Boarding Pass doblado en su interior.

El viaje al aeropuerto fue mas rápido de lo esperado, gracias al poco tráfico y a un taxista despierto. Llegué a la puerta de embarque con el tiempo justo. Una fila corta y poco problemática me dejó en el avión en pocos minutos. Un suave despegue, café con galletas y estaba a un paso de la conexión. Releí la tarjeta de embarque como para asegurarme de tener el correcto. "BKK", increíble. Finalmente, después de cientos de viajes me tocaba el turno de conocer Tailandia. Solo una semana y con la mayor parte del tiempo consumido por interminables reuniones, pero algo siempre es algo.

Salí del avión algo aturdido por el interminable viaje. Me alejé del área de equipaje sin molestarme en buscar la maleta. Aunque me quedara hasta marearme de tanto ver girar valijas, la mía jamás aparecería. Me acerqué al mostrador de la aerolínea con el pasaporte en mano y reclamé por mi equipaje perdido. Preparado, le dije a la amable agente que no tenía ticket, pero que con gusto esperaría a que revisara por el nombre. Volvió un par de minutos mas tarde cargando una maleta. Controló los datos con la identificación y acto seguido me la entregó. Pude sentir el cosquilleo de emoción en el estómago, mientras la giraba en busca de la etiqueta. Era la número "5".

sábado, 28 de enero de 2012

El Mar

“Lo terrible del mar, es morir de sed”. Casi sonreí al recordar la lírica de Cerati pero lo ineludible de la situación me lo impidió. Miré a mi alrededor y solo alcancé a ver el interminable azul de diseño fantasmagórico, lleno de espejismos y desesperanza.

Lo etéreo de la felicidad que me embargaba horas atrás parecía haberse fugado por una ventana imaginaria. Traté de armar el rompecabezas mental, pero las piezas se habían mojado. La tarde tardó una década en convertirse en noche.

No pude comprender cómo la suerte me había abandonado, tomándome como una promesa en ascenso en las artes decorativas, disfrutando de un lujoso crucero repleto de otro tipo de promesas y abandonándome como a un triste náufrago abrazado a un improvisado salvavidas. Pensé en ponerme a patalear, pero no supe hacia dónde y opté por continuar inmóvil.

Aquella terrorífica tranquilidad de la noche sin luna fue aplastada por lo implacable del mediodía. Sed. La sed me desgarró la garganta como un guante de hierro incandescente. Rodeado de agua, y muerto de sed. Un titular amarillo como pocos.

Soy positivo. Supongo que alguien del barco notó mi ausencia. Me obligo a creerlo. La búsqueda debe estar en marcha. Es mejor estarse quieto y esperar.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Ascensor

Caminé a pasos largos por las calles de la ciudad enfurecida tratando de escapar de las garras del viento. No pude más que maldecir mi estúpido optimismo, esperaba se materialice el clima primaveral que había imaginado al vestirme; pero de alguna manera, me encontré caminando con mi nuevo traje veraniego en medio de una ventisca polar.

Llegué al juzgado casi media hora tarde, pero me sentí casi aliviado al recordar la tolerancia a los desmanes horarios de nuestro sistema judicial. Logré escabullirme entre la multitud del ingreso sólo para descubrir que debía formar una fila para montarme en el ascensor. Nueve pisos, pensé. Sumando mi estado físico deplorable a la cantidad de escalones, el único resultado probable era llegar jadeando y transpirando como cerdo. Imaginé a los funcionarios atravesándome con sus miradas acusadoras por culpa de la frente sudorosa. Opté por la fila y el ascensor.

Volví al frío del exterior y recorrí unos cincuenta metros de gente deseosa de huir despavorida. Esperé allí a la intemperie. Avancé unos pocos pasos y seguí esperando. En pocos minutos pude descifrar los tormentos reflejados en los rostros ausentes. Mejor imposible, pensé. Acá estoy y allá voy.

Solo cuando estuve a unos pocos pasos de treparme al ascensor, alcancé a ver una de las causas de tan poco dinamismo en el ingreso al edificio. Dentro del ascensor, un (llamémosle) ascensorista sentado en una silla improvisada y ocupando el espacio equivalente a por lo menos tres personas. Si a eso le sumamos la estudiada lentitud de sus movimientos, se convertía en un patético ejemplo del asqueroso derroche de tiempo y dinero, propio de las decisiones surgidas de las entrañas putrefactas de la burocracia. Un rostro de mirada ausente, haciendo equilibrio entre el vergonzoso aburrimiento y la depresión suicida. Apenas respondía a los saludos de sus pasajeros al montarse al aparato con un sonido nasal ininteligible.

Esperé unos pocos minutos más, verificando la hora a un promedio de dos veces por minuto. Final del tiempo de descuento. Las puertas se abrieron y las personas que tenía delante mío en la fila se abalanzaron dentro de la caja metálica. Los seguí de cerca pero me encontré con la señal menos esperada. Una palma extendida hacia mi rostro. Interpreté que la máxima cantidad de ocupantes había sido alcanzada, o al menos la que el procedimiento indicaba. Antes de ver la puerta cerrase ante mis ojos, pude comprobar que el ascensor no era otra cosa que un aparato automático, tan común como un día soleado y donde hasta el más estúpido podría presionar el botón correcto que lo lleve al piso deseado. Supuse que se les habían acabado los las computadoras, los sellos y las ventanillas y aun quedaba gente para ubicar.

Finalmente las puertas volvieron a abrirse. Esperé impaciente la salida de algunos trajeados. Aliviado por el final de la demora, di un paso largo, controlando el deseo de saltar adentro. La palma extendida volvió a impedirme al paso. Sorprendido, barrí el lugar con la mirada. Vacío. Volví los ojos hacia el funcionario en busca de respuestas. "Voy hasta el subsuelo" me dijo con un graznido. Le expliqué que no tenía problema, que bajaba con él y luego subiría; necesitaba abandonar la inmovilidad. "¡Voy hasta el subsuelo!" repitió cruzándome el brazo a la altura del pecho e impidiéndome el ingreso. Dando un paso atrás y con el rostro ardiendo de la bronca, volví a ver las hojas de la puerta cerrarse ante mi. No miré a nadie. Esperé. Segundos mas tarde las puertas se abrieron. Nadie, excepto el maquinista. Entré sin contratiempos y le proporcioné la compleja indicación de mi destino: "9". La ejecutó sin inconvenientes.

Con algunos minutos de retraso, alcancé las oficinas en la que varias personas me esperaban inquietas. El tiempo fluyó con suavidad. Terminada la audiencia me despedí de todos y me alejé rumbo a la salida. Me paré frente al ascensor y estuve a punto de quedarme a esperar. Me limité a sonreír y bajé trotando por las escaleras.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Definitivo

Caminó en silencio con los brazos junto al cuerpo, casi sin fuerzas, ajeno a la temperatura exterior o a los vaivenes del mercado. Los pasos cortos y desganados lo llevaron de un rincón a otro de la casa cual fantasma errante. Las pequeñas trivialidades de la vida continuaban como un eterno péndulo, pero la cena fue algo que no pudo honrar. No podía comer con el estómago comprimido. Solo se permitió mordisquear una manzana arenosa y con gusto a nada. Las tripas le gruñeron en respuesta, pero no supo interpretar su significado.

Se hizo muchas preguntas sobre el pasado y el extraño efecto causal en el presente; pero por sobre todo se hizo preguntas que no pudo contestar sobre el futuro. Levantando la vista al frente, todo se veía borroso y desencajado. Buscó una idea en la que enfocarse, algo que le permitiera apalancarse para salir del pantano en el que se encontraba. No lo consiguió. El pesimismo que durante años lo había caracterizado y hasta divertido, hoy se convertía en un enorme contrapeso que lo empujaba hacia el fondo del abismo.

Creyó haber superado lo peor, pero de alguna manera, el hecho de empacar su ropa por ultima vez le parecía más sombrío y definitivo que contemplar las llamas envolver el féretro de su compañera.

domingo, 31 de julio de 2011

Aurora

Desperté sobresaltado. Alguien se había colado en mi dormitorio y una penetrante mezcla de aromas atravesó las tinieblas del amanecer. Aun en medio de la somnolencia, fui capaz de deducir que si unos chorros quieren robarte y molerte a palos no entran con una bolsa de facturas y una taza de café humeante, por lo que de inmediato me tranquilicé.

Me pregunté cuanto tiempo llevaría ella teniendo las llaves de mi departamento, pero me pareció innecesario preguntarle. Si yo se las había dado, con seguridad tendría una buena razón; y si ella las había tomado, era de esperar que fuera por que sintió la necesidad de estrechar los lazos. O tal vez le di demasiadas vueltas al asunto y una vez más dejé que las llaves del departamento colgaran del lado de afuera de la puerta.

Con exceso de gentileza corrió las cortinas solo un poco, lo suficiente como para no andar a tientas y vernos las caras, pero no tanto como para molestarme. La invité a sentarse en la cama, tal vez más preocupado por hacerme de la taza que por verla parada.

Le di un sorbo largo y ruidoso, dejando entrar más aire que café para disfrutar del aroma. Exquisito. Tuve que reconocer que la inversión granos recién molidos fue un éxito. Ella me miró con una sonrisa triste, al tiempo que me alcanzaba la bolsa con medialunas. “Tenemos que hablar” me dijo, y de inmediato supe que no serían buenas noticias. La dejé desahogarse y la vi partir secándose las lágrimas. Sin dejar de contemplar la puerta, seguí sorbiendo el café y mordisqueando medialunas, para cuando vi el fondo de la taza, las tinieblas del amanecer se habían disipado.

domingo, 24 de julio de 2011

Crónicas de un Taxista - Contracara

Hoy perdoné a otro chorro. Calculo que es mi manera de no llamar la atención o algo así. Este tipo no dio muchas vueltas, ni se tomó mucho tiempo para hacerme creer que era un buen chico. Casi de inmediato, en plena avenida sacó una .22 oxidada, me la mostró como para asustarme y después me la apoyó en el omóplato. Tomé nota mental que era la segunda vez que me fallaba el detector de metales.

Le pedí que se calmara, pensando que no necesitaba un agujero en la espalda y ofrecí a llevarlo donde quisiera. Ni bien me dio las indicaciones, noté que se calmaba un poco. Manejé atento, esperando el momento preciso. Siguiendo sus instrucciones esquivé un control policial usando las calles alternativas. Al retornar a la avenida, tuve mi oportunidad. El muy imbécil señaló el camino con el revólver, alejándomelo del cuerpo.

Clavé los frenos y jugué con la inercia. Para cuando el tipo se acomodó, ya tenía el caño de mi .38 apuntándole al pecho. Le detalle ventaja estadística de una .38 contra una .22 en mal estado y de inmediato dejó caer el arma en el asiento del acompañante. Sin detener el auto, le di tres segundos para saltar. Lo hizo en dos. Golpeó el pavimento con un ruido sordo, ahogado por silbido del caucho. Cien metros después di la vuelta para ver si había sobrevivido el impacto pero ya no lo encontré.

sábado, 2 de julio de 2011

Smart

Me asomé por la ventana ni bien las primeras luces de la mañana se dejaron ver. El auto estaba otra vez estacionado en el mismo espacio. El lugar, prohibido por naturaleza y vulnerado por estupidez. El auto, un pequeño Smart que podría estacionar con comodidad en el baño de mi casa. Era la cuarta vez que encontraba el mismo auto en el mismo lugar y al parecer cuatro multas por estacionamiento en lugar prohibido no habían sido suficientes para que el “smartboy” comprendiera el mensaje.

El trabajo me impidió esperar por el conductor y resolver el misterio, por lo que esa misma tarde volví a casa dispuesto a ser paciente y averiguar quién de mis vecinos tenía por pasatiempo de coleccionar tickets de multas. No había mas que un puñado de opciones. Esperé sentado, literalmente. Después de las cuatro de la mañana me quedé dormido en el sillón del living con la cámara de video en la mano.

Desperté enfundado en mis pijamas; camine hasta el auto dispuesto a filmarlo, denunciarlo y tal vez hasta dejarle una nota. Me acerque por el frente, al menos diez multas se destacaban bajo el limpiaparabrisas. Le di la vuelta y en la luneta trasera una simple calco rezaba una simple frase:

"Lo único que nos salva de la burocracia es su ineficiencia." Eugene McCarthy

Solo atiné a sonreír y me alejé de inmediato.

domingo, 26 de junio de 2011

Microcentro

Caminando casi con desgano por las calles grises me dejo envolver por la atmósfera ajena y decadente del área más corrupta, comercial y bizarra de la ciudad. Extraños personajes doblegados por una realidad que los amontona en veredas repletas de dudosas mercancías se mueven como en cámara lenta.

En pocas cuadras esquivo algunos perros en busca de dueño, mientras recorren hasta el último rincón en busca de algo que se asemeje a la comida. Los animales me miran al pasar en un ruego silencioso. No puedo más que apiadarme de ellos. Uno de los más estropeados se lleva parte de mi simpatía y los últimos bocados del sandwich de salame.

Cruzo una oscura galería con la cabeza gacha, evitando a los vendedores que de solo mirarlos te obligan a mantener las manos cerca de la billetera. Vendedores de más bienes impagos que solo usados, que se mantienen tan atentos a la caza de clientes como a los sobrevuelos de la autoridad.

Me adentro en ese mundo casi con vergüenza, alejándome de los límites y de las reglas de aquella sociedad. Camino hasta una calle sin tráfico y en medio del gentío me detengo. Respiro hondo y luego extiendo una manta sobre el suelo. Mi primer día el negocio de los discos piratas ha comenzado.