martes, 16 de junio de 2009

Deseo

Sentado en el borde de la silla, me incliné hacia adelante tratando de captar algo de la conversación. A centímetros de mis amigos, no llegaba ni siquiera a ordenar mis pensamientos, mucho menos a integrarme a la charla. La música horrible y la sospechosa calidad del Vodka conspiraban contra mis sentidos. Me quedé un minuto observándolos.
Se veían divertidos, disfrutando de cada uno de los decadentes detalles que conformaban el lugar. Sin escucharse, todos hablaban, reían, miraban y tocaban cuando podían. El antro al que algunos llamaban “Cabarulo”, estaba atestado de tristes mujeres que se esforzaban por ganar la atención de los parroquianos. Infelices hologramas de mujer fatal. Una de ellas, tal vez la más linda, se acercó sin disimulo. Me habló al oído, ofreciéndome pasar un rato agradable y sin restricciones. Traté de imaginar a qué se refería.
Respiré hondo, mientras de reojo controlaba si alguien me miraba. Llevé la mano a la billetera, sabiendo que por largo tiempo me arrepentiría de lo que estaba a punto de hacer. Un leve sudor frío me adornaba la frente. Saqué un billete de cincuenta mangos, lo puse en manos de la chica y me alejé mirando al piso.

martes, 9 de junio de 2009

Asfalto

Recorrí los últimos metros con el pie hundido en el freno, los dientes apretados y la extraña sensación de quién ha experimentado un impacto. El tiempo comenzó a derretirse sobre el espacio, alterando mis sentidos. Los seis caracteres de la matrícula se abalanzaban sobre mi, amenazadores. La infaltable calcomanía de mal gusto se hacía más y más legible mientras el chirrido de los neumáticos me calaba hasta la médula. Con el tiempo en suspenso, el sonido parece venir de un universo paralelo, distante. No es la primera vez que vivo esta sensación, pero aún así los oídos se distanciaron de la realidad como quien cambia de emisora. Una fracción de segundo después, cuando adiviné que lograría frenar, concentré la mirada en el espejo retrovisor. Sabía que sería imposible evitar el impacto. Alcancé a ver la cara de pánico del conductor que se acercaba. Apoyado contra el asiento me tomé con fuerza del volante, esperando el impacto. El golpe fue imperceptible, inocuo. Con los brazos relajados e inhalando con fuerza, apenas alcance a notar que me encontraba en medio de la bocacalle y jamás vi venir el camión de repartos. Sólo escuché el crujido de mis dientes y luego, oscuridad.

miércoles, 3 de junio de 2009

Manada

Nos reunimos apenas pasada la medianoche, protegidos por las sombras del distrito financiero. Planeamos hasta el último detalle, incluyendo los disfraces. Hombres lobo. Una genial idea del Cabezón. Cacho se encargó del sistema de seguridad, asegurándose de dejar las cámaras funcionando. Sumar algo de humor me pareció oportuno. Después de tantos trabajos exitosos, coincidimos en que era hora de dejar una firma distintiva. Revisamos el equipo por última vez y nos deslizamos por el tragaluz. Con los planos estudiados y memorizados, no fue difícil encontrar la caja fuerte ubicada en la oficina principal. Casi me ahogo cuando descubrí que era una Luoyang. Las cajas fuertes Chinas son casi un chiste, las puedo abrir hasta con un disfraz de lobo y una mano atada a la espalda. Pocos minutos después habíamos embolsado varios miles de pesos y un puñado de monedas de oro, gentileza del dueño de la financiera. Por supuesto que dejamos los fajos de cheques, ya nadie los lleva. Otro trabajo fácil y bien planificado. Lo único que no tuvimos en cuenta es que las cámaras no solo grababan, sino que también las chequeaban en tiempo real. La policía nos acorraló. Los diarios nos apodaron: Manada de Bobos.

martes, 26 de mayo de 2009

Sirenas

A la distancia, apenas distingo el ulular de las sirenas sobre el ruido de la ciudad. Vienen en mi dirección, lentos pero implacables. Cinco minutos, calculo. Inspiro profundamente, con los ojos cerrados. Tengo el tiempo justo para prepararme, un buen momento para armar mi .338. Que gusto me da sacar las las piezas de la caja. Una gota de sudor me recorre la sien. La llegada las patrullas es inminente. Cinco pisos abajo, escucho el murmullo de la muchedumbre sedienta de sangre. Me pregunto por qué llegan primero los curiosos antes que la policía. Con un cuidado casi ritual, me dedico a montar los componentes del arma. Podría hacerlo con los ojos cerrados, pero prefiero ensamblarlo lenta y cuidadosamente. Me mantengo agachado con el rifle en mi regazo, mientras elijo y ajusto el cargador. Siento un ligero espasmo. Llegaron. Arrodillado junto a la cornisa, busco un punto de apoyo. Se que cuento con escasos segundos. Cuadro el objetivo en la mira telescópica. Ajusto el intercomunicador, ansioso como un niño. La orden llega con la frialdad de un puñal. “Bajalo” grita el jefe de división. Un disparo entre los ojos. Listo. Otro día de trabajo. Un chico malo menos.

martes, 19 de mayo de 2009

Crónicas de un Taxista – Apuesta

Novena entrega de la serie. Comienza aquí.
Tenía que tomar la iniciativa. Ni bien me entregaron otro auto limpio, le adapté un detector de metales en el asiento trasero para encontrar cuchillos y pistolas. Mi idea; algo que los gringos llamarían: “Un ataque preventivo”. Los primeros clientes de la noche pasaron sin novedad. Como a las cuatro de la mañana cargué a uno con cara de puro chorro. Una luz en el tablero confirmó mis sospechas. Seguí la ruta indicada, buscando la mejor opción para poner en marcha mi plan. Al final de un largo descampado encontré la solución. Frené de golpe y giré de golpe con la .38 en la mano. Creo que el tipo estuvo a punto de cagarse del susto. Le indiqué gentilmente que se bajara del taxi. Sin dejar de apuntarle, abrí el baúl, donde guardaba dos ladrillos y una pelota. Caminamos unos metros. Dejé los ladrillos con seis metros de separación y me alejé diez pasos. Le indiqué con el arma que se colocara en el arco improvisado. Si me la atajás, safás; le dije. Tomé carrera y metí el mejor zapatazo de mi vida. Caminé hacia él, tomé la pelota y desaparecí maldiciendo mi mala puntería.
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martes, 12 de mayo de 2009

Claustrofobia

Cerrando los ojos, intenté controlar la respiración. Un esfuerzo inútil, sin sentido. Sabía que el aire se acabaría pronto, ahogándome en espantosas arcadas. Sentir mi propia respiración rebotando a escasos centímetros del rostro es más de lo que puedo soportar. Una nerviosa pestilencia inundaba el reducido espacio, obligándome a contener las arcadas. Mantuve una inmovilidad absoluta, sabiendo que era la única manera de terminar con el suplicio. La picazón me recorría el cuerpo en oleadas enfermantes. En otro intento por mantener la calma, busqué imágenes mentales que me alejaran del encierro; pero sentir los hombros oprimidos por ese extraño sarcófago impedía cualquier intento por escapar de la realidad. Intenté contener la respiración, pensando que tal vez si dejaba de respirar por suficiente tiempo, podría desmayarme y dejar que el destino siga su curso. Con los pulmones llenos de aire viciado escuché cómo los latidos reverberaban en mis oídos. Exhalé. Los ruidos del exterior se intensificaron. Electrónicos bufidos que erizaban la piel. De pronto, silencio. Me animé a abrir los ojos, al tiempo que noté que me arrastraban hacia afuera. Al salir del hoyo, pude ver al médico con los pulgares arriba. “La resonancia salió bien, Pibe”, me dijo sonriendo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Crónicas de un Taxista – Paciencia

Octava entrega de la serie. Comienza aquí
El caco me hizo señas en el centro y pidió que fuéramos para el lado del Aeropuerto. Acepté con una sonrisa tensa, sabiendo que mi nuevo auto aún no estaba listo para atrapar delincuentes. Mientras avanzábamos rumbo al aeropuerto intenté mantener una conversación, como para adivinar sus intenciones, pero solo obtuve unos pocos monosílabos. Ya en la zona más oscura, me tomó por sorpresa y me apoyó un fierro en la nuca. No pude hacer nada. Recordé, mi arma en la cintura. Hice lo que ordenó y frené en una esquina. Le di la billetera con trescientos mangos y el imbécil se quedó mirándome. Me pidió que deje el auto en marcha, y lo hice. Saltó al asiento, aceleró un par de veces, y antes de soltar el embrague se volvió para sonreírme. En un instante me ubiqué detrás del auto que se alejaba. Tome mi .38 y aguanté el aire, esperando que las horas invertidas en prácticas rindieran sus frutos. Disparé dos veces. El taxi avanzó unos metros y se detuvo en un suave corcoveo. Corrí hasta el auto, para descubrir que no había desperdiciado mis balas. Arrastré al tipo fuera y me esfumé.
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domingo, 26 de abril de 2009

Planeador

Acurrucado en un extremo del avión, dejo pasar el tiempo, alienado por la innegable realidad de no caber en los asientos. La extraña combinación de años de exceso y las presiones de mercado parecen complotar contra mí, en un cuadro tan oscuro como irreversible. Cientos de kilómetros se mueven bajo mis pies, ajenos a nuestra presencia. Inmóviles puntos luminosos en un mapa; arrastrados por el viento a casi mil kilómetros por hora. El zumbido enfermizo de las turbinas me tortura. Como si disfrutara de unas largas vacaciones en Guantánamo. El solo hecho de pensar que aún faltan cinco horas me hace teorizar sobre el suicidio. ¿Cómo sería experimentar el repentino fallo en los motores? Observar al avión convertirse en un planeador de doscientas toneladas. ¿Qué tan lejos llegaríamos? Alguna vez leí que estas bestias son capaces de planear y que se han registrado casos de aterrizajes sin ayuda de los motores, pero yo estoy seguro que caeríamos como un gigantesco ladrillo. Me pregunto también si podríamos volar con una de éstas puertas abiertas. ¿Sería posible para un desequilibrado tirar de la palanca? Se siente fría al tacto. Debería hacerle caso a mi psiquiatra. Por suerte, la azafata me sonríe.

sábado, 11 de abril de 2009

Hotel

Trataba inútilmente de conciliar el sueño. No se cuanto tiempo pasó, pero el silencio del viejo motel me indicó que la medianoche había quedado atrás. Desperté sin sobresalto y vi la silueta de Manolo moverse por la habitación apenas iluminada por un tenue resplandor. El resto de los muchachos dormía. Aún en el sopor del sueño, lo oí maldecir por lo bajo. Recorrió la habitación unos segundos y volvió al baño. El sueño volvió. Abrí los ojos por segunda vez, asustado al escuchar la puerta de la habitación abrirse de golpe. La inconfundible figura de Manolo se recortó en la penumbra antes de perderse. Ya erguido sobre mis codos, me quedé esperando, intrigado. Aún a media luz pude ver que cargaba algo como un palo, o una rama. Entró al baño. Intenté ignorarlo. El era capaz de concebir las más descabelladas ideas. Di media vuelta con la intención de dormirme, pero alcancé a percibir algunos ruidos sordos; casi rítmicos. Luego escuché barbaridades irreproducibles, vociferados por Manolo desde el baño. Apareció cruzando la habitación dando extraños saltos. Salté de la cama sólo para descubrir que la alfombra estaba inundada de una maloliente melange cloacal, cortesía del improvisado destapador de inodoros.

jueves, 28 de agosto de 2008

La Máquina de Café

Llegué a la oficina temprano, lo que me permitió caminar relajado rumbo al cuchitril donde se reúnen las máquinas de café, gaseosas y bocadillos. El perfecto espacio para los descansos; oscuro y deprimente. Afortunadamente, no había nadie con quien compartir el lugar. La calma antes de la tormenta. Luego de colocar mi tarjeta en la máquina presioné el selector “Menos”, hasta leer “SIN AZUCAR”. Sin darme cuenta, continué presionando la tecla “Menos” mientras mi mente viajaba. Presioné al mismo tiempo la correspondiente a “Café Largo”. Nada ocurrió. Presioné “Café con Leche” para probar. Una luz amarilla que nunca había visto, parpadeó en el visor. Un particular pitido casi imperceptible. La máquina vibró, mugió y los engranajes chillaron. Silencio. Levanté la tapa y retiré el vaso. Antes de llevármelo a la boca, el extraño aroma me alertó. Lo probé con desconfianza. Inexplicablemente rico, con un dejo a… ¿Whisky y canela? ¡Estaba tomando un café Irlandés en la máquina de la oficina! ¡Glorioso! Uno de los mejores cafés que había tomado en mi vida. ¡Y por unos centavos! En ese momento, entró el Gerente de Recursos Humanos, me saludó, frío y cortés. Para mi sorpresa, presionó la misma combinación de teclas que yo había utilizado antes por error; la luz amarilla parpadeó y los ruidos se repitieron. Esperó su “SuperCafé” y luego se alejó. En ese instante, comprendí por qué algunos directivos parecían tan felices de trabajar en la compañía.