martes, 26 de mayo de 2009

Sirenas

A la distancia, apenas distingo el ulular de las sirenas sobre el ruido de la ciudad. Vienen en mi dirección, lentos pero implacables. Cinco minutos, calculo. Inspiro profundamente, con los ojos cerrados. Tengo el tiempo justo para prepararme, un buen momento para armar mi .338. Que gusto me da sacar las las piezas de la caja. Una gota de sudor me recorre la sien. La llegada las patrullas es inminente. Cinco pisos abajo, escucho el murmullo de la muchedumbre sedienta de sangre. Me pregunto por qué llegan primero los curiosos antes que la policía. Con un cuidado casi ritual, me dedico a montar los componentes del arma. Podría hacerlo con los ojos cerrados, pero prefiero ensamblarlo lenta y cuidadosamente. Me mantengo agachado con el rifle en mi regazo, mientras elijo y ajusto el cargador. Siento un ligero espasmo. Llegaron. Arrodillado junto a la cornisa, busco un punto de apoyo. Se que cuento con escasos segundos. Cuadro el objetivo en la mira telescópica. Ajusto el intercomunicador, ansioso como un niño. La orden llega con la frialdad de un puñal. “Bajalo” grita el jefe de división. Un disparo entre los ojos. Listo. Otro día de trabajo. Un chico malo menos.

martes, 19 de mayo de 2009

Crónicas de un Taxista – Apuesta

Novena entrega de la serie. Comienza aquí.
Tenía que tomar la iniciativa. Ni bien me entregaron otro auto limpio, le adapté un detector de metales en el asiento trasero para encontrar cuchillos y pistolas. Mi idea; algo que los gringos llamarían: “Un ataque preventivo”. Los primeros clientes de la noche pasaron sin novedad. Como a las cuatro de la mañana cargué a uno con cara de puro chorro. Una luz en el tablero confirmó mis sospechas. Seguí la ruta indicada, buscando la mejor opción para poner en marcha mi plan. Al final de un largo descampado encontré la solución. Frené de golpe y giré de golpe con la .38 en la mano. Creo que el tipo estuvo a punto de cagarse del susto. Le indiqué gentilmente que se bajara del taxi. Sin dejar de apuntarle, abrí el baúl, donde guardaba dos ladrillos y una pelota. Caminamos unos metros. Dejé los ladrillos con seis metros de separación y me alejé diez pasos. Le indiqué con el arma que se colocara en el arco improvisado. Si me la atajás, safás; le dije. Tomé carrera y metí el mejor zapatazo de mi vida. Caminé hacia él, tomé la pelota y desaparecí maldiciendo mi mala puntería.
Continúa aquí

martes, 12 de mayo de 2009

Claustrofobia

Cerrando los ojos, intenté controlar la respiración. Un esfuerzo inútil, sin sentido. Sabía que el aire se acabaría pronto, ahogándome en espantosas arcadas. Sentir mi propia respiración rebotando a escasos centímetros del rostro es más de lo que puedo soportar. Una nerviosa pestilencia inundaba el reducido espacio, obligándome a contener las arcadas. Mantuve una inmovilidad absoluta, sabiendo que era la única manera de terminar con el suplicio. La picazón me recorría el cuerpo en oleadas enfermantes. En otro intento por mantener la calma, busqué imágenes mentales que me alejaran del encierro; pero sentir los hombros oprimidos por ese extraño sarcófago impedía cualquier intento por escapar de la realidad. Intenté contener la respiración, pensando que tal vez si dejaba de respirar por suficiente tiempo, podría desmayarme y dejar que el destino siga su curso. Con los pulmones llenos de aire viciado escuché cómo los latidos reverberaban en mis oídos. Exhalé. Los ruidos del exterior se intensificaron. Electrónicos bufidos que erizaban la piel. De pronto, silencio. Me animé a abrir los ojos, al tiempo que noté que me arrastraban hacia afuera. Al salir del hoyo, pude ver al médico con los pulgares arriba. “La resonancia salió bien, Pibe”, me dijo sonriendo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Crónicas de un Taxista – Paciencia

Octava entrega de la serie. Comienza aquí
El caco me hizo señas en el centro y pidió que fuéramos para el lado del Aeropuerto. Acepté con una sonrisa tensa, sabiendo que mi nuevo auto aún no estaba listo para atrapar delincuentes. Mientras avanzábamos rumbo al aeropuerto intenté mantener una conversación, como para adivinar sus intenciones, pero solo obtuve unos pocos monosílabos. Ya en la zona más oscura, me tomó por sorpresa y me apoyó un fierro en la nuca. No pude hacer nada. Recordé, mi arma en la cintura. Hice lo que ordenó y frené en una esquina. Le di la billetera con trescientos mangos y el imbécil se quedó mirándome. Me pidió que deje el auto en marcha, y lo hice. Saltó al asiento, aceleró un par de veces, y antes de soltar el embrague se volvió para sonreírme. En un instante me ubiqué detrás del auto que se alejaba. Tome mi .38 y aguanté el aire, esperando que las horas invertidas en prácticas rindieran sus frutos. Disparé dos veces. El taxi avanzó unos metros y se detuvo en un suave corcoveo. Corrí hasta el auto, para descubrir que no había desperdiciado mis balas. Arrastré al tipo fuera y me esfumé.
Continúa aquí

domingo, 26 de abril de 2009

Planeador

Acurrucado en un extremo del avión, dejo pasar el tiempo, alienado por la innegable realidad de no caber en los asientos. La extraña combinación de años de exceso y las presiones de mercado parecen complotar contra mí, en un cuadro tan oscuro como irreversible. Cientos de kilómetros se mueven bajo mis pies, ajenos a nuestra presencia. Inmóviles puntos luminosos en un mapa; arrastrados por el viento a casi mil kilómetros por hora. El zumbido enfermizo de las turbinas me tortura. Como si disfrutara de unas largas vacaciones en Guantánamo. El solo hecho de pensar que aún faltan cinco horas me hace teorizar sobre el suicidio. ¿Cómo sería experimentar el repentino fallo en los motores? Observar al avión convertirse en un planeador de doscientas toneladas. ¿Qué tan lejos llegaríamos? Alguna vez leí que estas bestias son capaces de planear y que se han registrado casos de aterrizajes sin ayuda de los motores, pero yo estoy seguro que caeríamos como un gigantesco ladrillo. Me pregunto también si podríamos volar con una de éstas puertas abiertas. ¿Sería posible para un desequilibrado tirar de la palanca? Se siente fría al tacto. Debería hacerle caso a mi psiquiatra. Por suerte, la azafata me sonríe.

sábado, 11 de abril de 2009

Hotel

Trataba inútilmente de conciliar el sueño. No se cuanto tiempo pasó, pero el silencio del viejo motel me indicó que la medianoche había quedado atrás. Desperté sin sobresalto y vi la silueta de Manolo moverse por la habitación apenas iluminada por un tenue resplandor. El resto de los muchachos dormía. Aún en el sopor del sueño, lo oí maldecir por lo bajo. Recorrió la habitación unos segundos y volvió al baño. El sueño volvió. Abrí los ojos por segunda vez, asustado al escuchar la puerta de la habitación abrirse de golpe. La inconfundible figura de Manolo se recortó en la penumbra antes de perderse. Ya erguido sobre mis codos, me quedé esperando, intrigado. Aún a media luz pude ver que cargaba algo como un palo, o una rama. Entró al baño. Intenté ignorarlo. El era capaz de concebir las más descabelladas ideas. Di media vuelta con la intención de dormirme, pero alcancé a percibir algunos ruidos sordos; casi rítmicos. Luego escuché barbaridades irreproducibles, vociferados por Manolo desde el baño. Apareció cruzando la habitación dando extraños saltos. Salté de la cama sólo para descubrir que la alfombra estaba inundada de una maloliente melange cloacal, cortesía del improvisado destapador de inodoros.

jueves, 28 de agosto de 2008

La Máquina de Café

Llegué a la oficina temprano, lo que me permitió caminar relajado rumbo al cuchitril donde se reúnen las máquinas de café, gaseosas y bocadillos. El perfecto espacio para los descansos; oscuro y deprimente. Afortunadamente, no había nadie con quien compartir el lugar. La calma antes de la tormenta. Luego de colocar mi tarjeta en la máquina presioné el selector “Menos”, hasta leer “SIN AZUCAR”. Sin darme cuenta, continué presionando la tecla “Menos” mientras mi mente viajaba. Presioné al mismo tiempo la correspondiente a “Café Largo”. Nada ocurrió. Presioné “Café con Leche” para probar. Una luz amarilla que nunca había visto, parpadeó en el visor. Un particular pitido casi imperceptible. La máquina vibró, mugió y los engranajes chillaron. Silencio. Levanté la tapa y retiré el vaso. Antes de llevármelo a la boca, el extraño aroma me alertó. Lo probé con desconfianza. Inexplicablemente rico, con un dejo a… ¿Whisky y canela? ¡Estaba tomando un café Irlandés en la máquina de la oficina! ¡Glorioso! Uno de los mejores cafés que había tomado en mi vida. ¡Y por unos centavos! En ese momento, entró el Gerente de Recursos Humanos, me saludó, frío y cortés. Para mi sorpresa, presionó la misma combinación de teclas que yo había utilizado antes por error; la luz amarilla parpadeó y los ruidos se repitieron. Esperó su “SuperCafé” y luego se alejó. En ese instante, comprendí por qué algunos directivos parecían tan felices de trabajar en la compañía.

lunes, 11 de agosto de 2008

La Última Vez

Aún recuerdo la última vez que me pasó. Cómo no hacerlo, si ocurrió hace… hace muy poco. Jamás pensé que a mi edad podría ocurrirme algo así, lo juro. Ahora puedo decirlo, porque ya no importa. Durante años hemos bromeado junto a mis amigos sobre el tema, pero cómo imaginar que finalmente se haría realidad. Siempre jugando con el “casi”, coqueteando con el filo de la navaja y salvándome en el último segundo. He llegado a conocer el baño de cada centro comercial, bar, restaurant, estación de servicio o casa de familia. Nunca pude aguantar. Preferí hundirme en un mar de humillaciones y pedir el baño antes que soportar el dolor desgarrador en mis entrañas. Ese punzante malestar que te impide hablar o tan siquiera pensar. El frío sudor conquistando la frente. Las respiraciones entrecortadas, imperceptibles. ¿Cuántas veces pasé por esa misma experiencia? ¡Cientos, miles! Pero esa tarde fue diferente. Tal vez haya sido el exceso de comida, el helado o el calor abrazador de la ruta; pero esos últimos kilómetros se hicieron interminables, sobre todo con tu esposa y tus suegros mirándote con una mezcla de asco e incredulidad mientras vuelven sus caras hacia la ventanilla.

domingo, 3 de agosto de 2008

Crónicas de un taxista: Retroceso

Séptima entrega de la serie. Comienza aquí Hace una semana que volví a las calles, y al taxi. El nuevo auto aún no está preparado para cacerías y yo mucho menos. Aún miro por el retrovisor, esperando ver las luces azules girando enloquecidas, acosándome. Si bien seguí trabajando por las noches para mejorar mis ganancias, me mantuve alerta, tratando de evitar contratiempos. Anoche no fui tan afortunado y los problemas me alcanzaron. Fue después de dejar a un extranjero en el aeropuerto. Parecía un buen tipo y me dejó cien mangos de propina. A la vuelta, recibí una llamada. Un cliente regular. Como estaba cerca, accedí. A una cuadra, me topé con una escena tan conocida como evitada. Dos tipos desvalijaban a otro en la oscuridad. Frené a unos metros con la ventanilla baja. Quedaron petrificados. Mi mano buscó la .38 ausente, mis ojos se enfocaron en el trío. Uno de los delincuentes dio un paso hacia mi mostrándome la profundidad de un viejo .32. Sería un milagro si no le explotaba en la mano. “Tomatelas”, me dijo irritado. Dudé por una fracción de segundo y luego, con la mandíbula rígida por la bronca puse primera y me alejé tragando con dificultad. Continúa aquí

domingo, 13 de julio de 2008

Agustín y el Nirvana

Extendió el diario dando inicio a la mañana. La brisa balanceaba tímidamente el papel. Las noticias le impactaron. El desplome de las bolsas, la suba del petróleo y la amenaza del eterno fantasma de la inflación. El diario podría tener dos, cinco o quince años y esas páginas apenas si cambiarían. Sonrió por un instante, rememorando. Pasó a la siguiente página en busca de algo interesante. Política. El tema le interesaba menos que su conteo de glóbulos blancos. Continuó avanzando hasta la sección que buscaba: Espectáculos. La única que no contenía malas noticias; sólo malos artistas. Entrecerró los ojos, sonriéndole al sol. Notó lo pausado de su respiración y casi pudo escuchar sus propios latidos, uno por segundo. Su mente viajó con cierta nostalgia hacia tiempos pasados, tan difusos como películas de la infancia. Cuando creía ser feliz. Sorbió ruidosamente su café, sin preocuparse por quienes lo rodeaban. Volvió a la lectura por unos minutos, hasta que los párpados comenzaron a pesarle. Concluyó que no había dormido lo suficiente, o que el café estaba demasiado cargado. Estiró las hojas del diario para cubrirse dentro de su caja de cartón. El puente no lo protegería del frío.


Este cuento fue leído en Radio Vórterix por el mismísimo Mario Pergolini. Aquí el enlace: 



Este texto, se ha convertido en mi primer publicación en papel! Seleccionado por Sergio Gaut vel Hartman para integrar Grageas 2 (2010) de Ediciones Desde la Gente.